El 'régimen' de Berlusconi
EL PERIODISTA Y SEMIÓLOGO UMBERTO ECO ANALIZA LA MANERA DE HACER POLÍTICA DEL PRIMER MINISTRO ITALIANO
UMBERTO ECO
DOMINGO 16-11-2003 EL PAIS sección DOMINGO

Todos los días se escuchan enérgicas reacciones (y por suerte también por parte de la opinión pública de otros países europeos, tal vez más que en Italia) ante el golpe de Estado subrepticio que Berlusconi está tratando de llevar a cabo. Con todo, ha sido un error de planteamiento la discusión de si Berlusconi estaba instaurando o no un régimen, dado que la palabra "régimen" evoca automáticamente en Italia el régimen fascista. En tal caso, es necesario admitir que Berlusconi no está confinando aún a los disidentes, no está imponiendo la camisa negra a los jóvenes, no reconstruye la Cámara de los Fasci y de las Corporaciones.
Si con la palabra "régimen", en cambio, se entiende una forma de gobierno (al igual que hay regímenes democráticos, regímenes monárquicos, etcétera), es evidente que Berlusconi está instaurando, día tras día, una forma de gobierno autoritario, basado en la identificación del partido, del país y del Estado con una serie de intereses empresariales. No lo hace mediante operaciones de policía, arresto de diputados o abolición violenta de la libertad de prensa, sino poniendo en marcha una ocupación gradual de lo medios de comunicación más importantes, y creando con los mecanismos adecuados formas de consenso fundadas sobre llamamientos populistas.
Frente a esta operación se ha afirmado, por orden, que:
i) Berlusconi se metió en la política con la única finalidad de bloquear o desviar los procesos judiciales que podían llevarle a la cárcel;
ii) como ha dicho un periodista francés, Berlusconi está instaurando un pedegisme (de pdg, que en Francia es el "président directeur général", el boss, el manager, el jefe absoluto de una empresa);
iii) Berlusconi realiza su proyecto avalado por un éxito electoral indiscutible, y sustrayendo, por tanto, a la oposición el arma del tiranicidio, en cuanto deben oponerse respetando la voluntad de la mayoría, y lo único que le cabe hacer es convencer a parte de esa mayoría para que reconozca y acepte las consideraciones que junto a la presente forman esta lista;
iv) Berlusconi, basándose en este éxito electoral, se dedica a hacer aprobar leyes concebidas para su personal interés y no para el del país (y en eso consiste el pedegisme);
v) Berlusconi, por las razones hasta ahora expuestas, no actúa como un estadista ni tan siquiera como un político tradicional, sino siguiendo otras técnicas -y precisamente por ello es más peligroso que un caudillo de los de otros tiempos, porque esas técnicas se presentan como adecuadas aparentemente a los principios de un régimen democrático-;
vi) Berlusconi ha superado la fase del conflicto de intereses para llevar a cabo, cada día más, la absoluta convergencia de intereses, es decir, haciendo aceptar al país la idea de que sus intereses personales coinciden con los de la comunidad nacional.
Un concepto de gobierno
Eso constituye sin duda un régimen, una forma y una concepción de gobierno, y se está llevando a cabo de una forma tan eficaz que las preocupaciones de la prensa europea no se deben a la piedad y el amor hacia Italia, sino simplemente al temor de que Italia, como en un reciente pasado infausto, sea el laboratorio de experimentos que podrían extenderse a Europa entera.
El problema es que la oposición a Berlusconi, incluso en el extranjero, actúa a la luz de una séptima convicción, que en mi opinión es errada. Se considera, en efecto, que, al no ser un estadista, sino un dirigente empresarial dedicado solamente a mantener los equilibrios precarios de su propia formación política, Berlusconi no es consciente de que el lunes dice una cosa y el martes lo contrario, que no teniendo experiencia política ni diplomática tiende al patinazo, habla cuando no debe hablar, deja que se le escapen afirmaciones que se ve obligado a tragarse al día siguiente, confunde hasta tal extremo su propio provecho particular con el público que se permite ante ministros extranjeros ocurrencias de pésimo gusto sobre su propia consorte, etcétera. En tal sentido, la figura de Berlusconi se presta a la sátira, sus adversarios se consuelan en ocasiones pensando que ha perdido el sentido de la medida, y confiando, por tanto, en que corra sin darse cuenta hacia su propia ruina.
Creo, en cambio, que es necesario partir del principio de que, en cuanto político de novísima naturaleza, digamos, si se quiere, posmoderno, Berlusconi está poniendo en acto, precisamente con sus gestos más incomprensibles, una estrategia compleja, avisada y sutil, que es testimonio del plano control de sus nervios y de su alta inteligencia operativa (y si no de su inteligencia teórica, de su prodigioso instinto de vendedor).
Sorprende en efecto en Berlusconi (y por desgracia, divierte) el exceso de técnicas de vendedor. Muchos recuerdan en Italia a un tal Mendella que aparecía en la televisión, en un canal especializado, para convencer a jubilados y familias de renta media y baja a fin de que le confiaran sus capitales, asegurándoles ganancias del cien por cien. El que, tras haber arruinado a algunos miles de personas, Mendella fuera arrestado mientras huía con la caja, es otra historia: había exagerado y se había precipitado. Pero lo típico de Mendella era presentarse a las diez de la noche diciendo que él no tenía interés personal en aquella recogida de ahorros ajenos, porque no era más que el portavoz de una empresa mucho más grande y sólida;
sin embargo, a las once afirmaba enérgicamente que en aquellas operaciones, de las que se presentaba como el único garante, había invertido todo su capital, y por tanto sus intereses coincidían con los de sus clientes. Quien le envió su dinero no advertía esas contradicciones, porque escogió centrarse en el elemento que le infundía mayor confianza. La fuerza de Mendella no estribaba en los argumentos que empleaba, sino en ametrallar a los espectadores con muchos.
Técnicas de venta
Las técnicas de venta de Berlusconi son evidentemente de esa clase (os aumento las pensiones y rebajo los impuestos), pero infinitamente más complejas. Debe vender consenso, pero no habla de tú a tú con los clientes, como Mendella. Tiene que echar cuentas con la oposición, con la opinión pública, incluida la extranjera, y con los medios de comunicación (que aún no son todos suyos) y ha descubierto la forma de volver a su favor las críticas de todos estos sujetos. Por tanto, debe hacer promesas, por buenas, malas o neutras que parezcan a sus propios partidarios, que se presenten ante los ojos de sus detractores como una provocación. Y debe producir una provocación al día, mucho mejor si inconcebible o inaceptable. Ello le
consiente ocupar las primeras planas y las noticias de apertura de los medios de comunicación y de situarse siempre en el centro de atención. En segundo lugar, la provocación debe ser de tal calibre que sus opositores no puedan darse por no enterados, y se vean obligados a reaccionar con energía. Ser capaz de arrancar todos los días una reacción indignada de sus opositores (y hasta de medios que no pertenecen a la oposición, pero que no pueden dejar pasar en silencio propuestas que conllevan alteraciones constitucionales) permite a Berlusconi presentarse ante su electorado como víctima de una persecución ("ya lo veis, diga lo que diga, me atacan").
El victimismo, que parece contrastar con el triunfalismo que caracteriza las promesas berlusconianas, es una técnica fundamental y es típica de todo populismo. Mussolini provocó con su ataque a Etiopía sanciones de otros países y jugó después como propaganda con el complot internacional contra Italia. Defendía la superioridad de la raza italiana y procuraba suscitar un nuevo orgullo nacional, pero lo hacía lamentando que el resto de los países despreciaran al nuestro. Hitler partió para la conquista de Europa sosteniendo que eran los demás quienes sustraían el espacio vital al pueblo alemán. Que en el fondo es la estrategia del lobo frente al cordero. Toda prevaricación debe ser justificada mediante la denuncia de una injusticia contra ti. En definitiva, el victimismo es una de las muchas formas con las que un régimen sostiene la cohesión de su propio frente interior mediante el chovinismo: para exaltarnos es necesario demostrar que hay otros que nos odian y quieren cortarnos las alas. Toda exaltación nacionalista y populista presupone el cultivo de un estado de continua frustración.
Y no sólo eso, porque el poder lamentarse cada día del complot ajeno permite aparecer en los medios de comunicación cada día denunciando al adversario. Esa es también una técnica antiquísima, que conocen bien los niños: tú le das un empujón a tu compañero de pupitre, éste te tira una bolita de papel y tú te quejas al maestro.
Otro elemento de esta estrategia es que, para crear provocaciones en cadena, no debes hablar tú solo, sino dejar mano libre a los más insensatos de tus colaboradores, y cuanto más insensatas sean las provocaciones, mejor.
No importa si la provocación va más allá de lo creíble. Al contrario, cuanto más inaceptable parezca, más obligado se verá el adversario a reaccionar, pues en caso contrario perdería hasta su propia identidad y su propia función de opositor como garante. La técnica consiste en lanzar la provocación, desmentirla al día siguiente ("he sido malinterpretado") y lanzar inmediatamente una nueva, de manera que sobre ésta se concentre la subsiguiente reacción de la oposición y el renovado interés de la opinión pública, y todos olviden que la provocación precedente había sido sencillamente flatus vocis.
Provocación
La inaceptabilidad de la provocación consiente además alcanzar otros dos objetivos esenciales. El primero es que, a fin de cuentas, por extrema que haya sido la provocación, no deja de constituir un ballon d'essai. Si la opinión pública no reacciona con la suficiente energía, eso significa que hasta la más ultrajante de las sendas podría llegar a ser, con la debida calma, practicable. Ese es el motivo por el que la oposición se ve obligada a reaccionar, aunque sepa que se trata de pura y simple provocación, porque si callara abriría el camino a otras tentativas. La oposición hace, por tanto, lo que no puede dejar de hacer para oponerse al golpe de Estado subrepticio, pero, al actuar así, lo corrobora porque sigue su lógica.
El segundo objetivo que se lleva a cabo es lo que podría definirse como el efecto bomba. Siempre he sostenido que si yo fuera un hombre con poder enredado en muchos y oscuros asuntos, y si llegara a saber que en un par de días estallará en la prensa una revelación que podría sacar a la luz mis fechorías, me quedaría una única solución: pondría u ordenaría que se pusiera una bomba en una estación, en un banco o en una plaza a la salida de misa. Con ello estaría seguro de que al menos durante quince días las primeras páginas de los periódicos y las noticias de apertura de los telediarios estarían ocupadas por el atentado, y la noticia que me preocupa, aunque apareciera, quedaría confinada en las páginas interiores y pasaría inobservada (o, en todo caso, afectaría de refilón a una opinión pública mucho más preocupada por otras cuestiones).
Un caso típico de efecto bomba fue la salida de Berlusconi en el Parlamento europeo calificando de kapo a un diputado alemán que le criticaba, seguida por las declaraciones de refuerzo del político de la Liga Stefani contra los turistas alemanes, tachados de borrachines y alborotadores. ¿Metedura de pata incomprensible, dado que suscitaba un incidente internacional y justo al principio del semestre italiano? En absoluto. En esos mismos días se debatía en el Parlamento italiano la ley Gasparri, con la cual Mediaset, la compañía televisiva privada propiedad de Berlusconi, hundía a la RAI y multiplicaba sus dividendos. Pero yo (y quién sabe cuánta gente como yo) no me hubiera dado cuenta de no haber sido porque, conduciendo por la autopista, escuché la Radio del Partido Radical en directo desde el Parlamento. Los periódicos dedicaban páginas y páginas al patinazo de nuestro primer ministro; al hecho de que los turistas alemanes, en cualquier caso, no dejarían de veranear en Italia; al problema lancinante de si Berlusconi se había excusado de verdad con Schröder o no. El efecto bomba funcionó a la perfección.
Podríamos volvernos a leer todas las portadas de los diarios de los últimos dos años para poder calcular cuántos efectos bomba han sido producidos. Frente a una afirmación como la de que los jueces deben ser sometidos a curas psiquiátricas, la pregunta que hemos de plantearnos es qué otra iniciativa hizo pasar esa bomba a un segundo plano.
Canallada
En este sentido, Berlusconi pedegista controla y dirige las reacciones de sus opositores, las confunde, puede usarlas para demostrar que esa gente pretende su ruina, que cualquier llamamiento a la opinión pública es una canallada ad hominem.
¿Cómo oponerse a tal estrategia? Hay una forma, pero se parece a la sugerencia de McLuhan, quien para bloquear al terrorismo (que vive del eco propagandístico de sus iniciativas y del malestar que difunden) proponía un apagón informativo. La consecuencia era que tal vez la prensa no se convirtiera ya en megáfono de los terroristas, pero se entraba en un régimen de censura, que era lo que los terroristas esperaban provocar.
Es fácil decirlo: concentra tus reacciones sólo en los casos verdaderamente importantes (ataques a la magistratura, leyes en beneficio de los intereses privados del jefe de Gobierno, etcétera), y si en cambio Berlusconi da a entender que quiere modificar la Constitución para convertirse en presidente de la República, coloca la noticia en un suelto de la sexta página, por estricto deber informativo, sin someterte a su juego. Pero ¿quién aceptaría un pacto así? La prensa específicamente de oposición, no, pues se vería inmediatamente a la derecha de la prensa independiente. La prensa independiente, no, por la sencilla razón de que ese pacto presupondría una alineación explícita. Además, una decisión semejante resultaría inaceptable para cualquier tipo de medio de comunicación, pues iría en contra de su propio deber/interés, el de aprovechar el mínimo incidente para producir y vender noticias, y noticias picantes y apetecibles. Si Berlusconi insulta a un parlamentario europeo, no puedes relegar la noticia en la sección de crónica o los recuadros de sociedad, porque perderías los miles de ejemplares que te hace ganar el battage sobre el sabroso acontecimiento.
Por tanto, sólo queda una decisión que tomar, aunque no sea más que sobre la base de la simple hipótesis de que resulte buena y realizable: visto que, mientras que el juego no deje de estar en manos de Berlusconi, la oposición debe seguir sus reglas, la oposición debe tomar la iniciativa adoptando, aunque en positivo, las mismas reglas berlusconianas.
Esto no conlleva que la oposición deba dejar de demonizar a Berlusconi. Ya se ha visto que si no reacciona ante sus provocaciones, en cierto sentido las avala, y en todo caso no cumple con su propio deber institucional. Pero esta función de reacción crítica ante las provocaciones debería ser asignada a un ala de la formación política, comprometida a tiempo completo. Y debería manifestarse por canales alternativos. Si es cierto, como lo es, que los medios de comunicación todavía libres del control de Berlusconi llegan sólo hasta los ya convencidos y que la mayor parte de la opinión pública está sometida a medios bajo control, no queda más remedio que saltarse los medios de comunicación. A su manera, los girotondi o cortejos espontáneos de ciudadanos han sido un elemento de esta nueva estrategia, pero si uno o dos de ellos hacen ruido, miles provocarían una costumbre. Si tengo que decir que el telediario ha ocultado una noticia no puedo decirlo a través del telediario. Debo volver a tácticas de reparto de octavillas, distribución de vídeos, teatro callejero, tamtan en Internet, comunicaciones en pantallas móviles colocadas en distintos lugares de la ciudad, y a cuantas otras invenciones pueda sugerir la nueva fantasía virtual. Visto que no puede hablarse al electorado desinformado a través de los medios de comunicación tradicionales, habrá que inventar otros nuevos.
Al mismo tiempo, y en un nivel de acción más tradicional, el de los partidos, las entrevistas y la participación en programas televisivos (pero sorprendiendo al adversario con manifestaciones inesperadas), la oposición debe hacer arrancar sus propias provocaciones.
¿Qué entiendo por provocación de la oposición? La capacidad de concebir planes de gobierno acerca de problemas hacia los que la opinión pública se muestre sensible y de lanzar ideas sobre una futura ordenación del país, de tal calibre que obliguen a los medios de comunicación a ocuparse de ello al menos con el mismo relieve que se concede a las provocaciones de Berlusconi.
Ejemplo de laboratorio
Por poner un ejemplo de laboratorio, la difusión de un plan que prevea, digamos, una ley que la izquierda en el Gobierno haría aprobar de inmediato y que prohibiera a un solo sujeto poseer más de una emisora de televisión (o un periódico o una estación de radio) estallaría como una bomba. Berlusconi se vería obligado a reaccionar, esta vez a la defensiva y no al ataque, y al hacerlo daría voz a sus adversarios. Sería él quien declarara la existencia de un conflicto (o de una convergencia) de intereses, y no podría atribuir el mito a la voluntad perversa de sus adversarios. Y tampoco podría acusar de comunismo a una ley antimonopolio que tiende a ensanchar el acceso a la propiedad privada de los medios de comunicación.
En resumidas cuentas, se trataría de lanzar, de forma continuada y en positivo, propuestas que permitan entrever a la opinión pública otra manera de gobernar y que pongan a la actual mayoría política contra las cuerdas, en el sentido de que se viera forzada a decir si está de acuerdo o no -y en tal caso estaría obligada a discutir y a defender sus propios proyectos y a justificar sus propios incumplimientos- sin poder enrocarse en la acusación genérica a una oposición pendenciera. Sólo que, para elaborar estrategias de esa clase, la oposición debería estar unida, porque no se elaboran proyectos aceptables y dotados de capacidad de fascinación si se emplean doce horas al día en luchas intestinas. Y aquí entramos en otro universo, donde el obstáculo infranqueable parece ser esa tradición ya más que secular por la que las izquierdas de todo el mundo se han ejercitado siempre en la destrucción de sus propias herejías internas, anteponiendo las exigencias de esta lucha entre hermanos a la batalla frontal contra el adversario.
Y, sin embargo, sólo superando este escollo puede pensarse en un sujeto político capaz de atraer la atención de los medios de comunicación con proyectos con capacidad de provocación, y de derrotar a Berlusconi utilizando, por lo menos en parte, sus mismas armas.
Umberto Eco es escritor y semiólogo italiano.
Traducción de Carlos Gumpert.
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Los ojos del Duce
EL PERIODISTA Y SEMIÓLOGO UMBERTO ECO ANALIZA EL USO DEL PODER MEDIÁTICO DEL PRIMER MINISTRO ITALIANO
UMBERTO ECO
SÁBADO 24-01-2004 EL PAIS Opinión TRIBUNA
Recientemente celebré mi cumpleaños, y con mis allegados, que habían acudido a felicitarme, volví a evocar el día de mi nacimiento. Si bien estoy dotado de excelente memoria, aquel momento no lo recuerdo, pero he podido reconstruirlo a través del relato que de él me hicieron mis padres. Al parecer, cuando el ginecólogo me extrajo del vientre de mi madre, una vez hechas todas las cosas que requieren tales casos, y presentándole el admirable resultado de sus contracciones, exclamó: "¡Mire qué ojos, parece el Duce!". Mi familia no era fascista, al igual que no era antifascista -como la mayor parte de la pequeña burguesía italiana, tomaba la dictadura como un hecho meteorológico: si llueve, se coge el paraguas-, pero para un padre y para una madre, oír decir que el recién nacido tenía los ojos del Duce suponía indudablemente una bonita emoción.
Ahora, cuando los años me han hecho más escéptico, me inclino a pensar que aquel buen ginecólogo decía lo mismo a cualquier madre y a cualquier padre -y mirándome al espejo, me descubro más bien parecido a un grizzly que al Duce, pero eso poco importa-. Mis padres fueron felices al saber mi semejanza con el Duce.
Me pregunto qué podría decir un ginecólogo adulador de hoy a una puérpera. ¿Que el producto de su gestación se parece a Berlusconi? La sumiría en un preocupante estado depresivo. Por par condicio, asumo que ningún ginecólogo sensible diría a la puérpera que su hijo parece tan rollizo como Fassino, tan simpático como Schifani, tan guapo como La Russa, tan inteligente como Bossi, o tan fresco como Prodi, por citar algunas de las personalidades políticas italianas más destacadas.
Un ginecólogo sensato compararía más bien al recién nacido con algún famoso televisivo, y diría así que tiene los ojos penetrantes del periodista Bruno Vespa, el aire agudo de Paolo Bonolis, el popular presentador, la sonrisa del actor Christian de Sica (y no dirá que es tan guapo como Boidi, tan arrogante como Fantozzi o -tratándose de mujer- tan sexy como Sconsolata).
Cada época tiene sus mitos. La época en la que nací tenía como mito al Hombre de Estado; ésta en la que se nace hoy tiene como mito al Hombre de Televisión. Con la consabida ceguera de la cultura de izquierdas, la afirmación de Berlusconi de que los periódicos no los lee nadie mientras que todos ven la televisión se ha entendido como uno más de sus patinazos insultantes. No lo era, era un acto de arrogancia, pero no una estupidez. Reuniendo todas las tiradas de los periódicos italianos se alcanza una cifra bastante risible si se la compara con la de quienes sólo ven la televisión. Calculando, además, que sólo una parte de la prensa italiana mantiene aún una actitud crítica ante el Gobierno actual, y que toda la televisión, la RAI más Mediaset, se ha convertido en la voz del poder, no cabe duda de que Berlusconi tiene toda la razón: el problema es controlar la televisión, y que los periódicos digan lo que les venga en gana.
Éstos son hechos, nos gusten o no, y los hechos son tales precisamente porque son independientes de nuestras preferencias (¿que se te ha muerto el gato? Pues muerto está, te guste o no).
He arrancado de estas premisas para sugerir que, en nuestro tiempo, si dictadura ha de haber, será una dictadura mediática y no política. Hace casi cincuenta años que se viene diciendo que en el mundo contemporáneo, salvo algunos remotos países del Tercer Mundo, para dar un golpe de Estado ha dejado de ser necesario formar los tanques, basta con ocupar las estaciones radiotelevisivas (el último en no haberse enterado es Bush, líder tercermundista que ha llegado por error a gobernar un país con un alto grado de desarrollo). Ahora el teorema ha quedado demostrado.
Por lo tanto, es una equivocación decir que no puede hablarse de "régimen" berlusconiano, puesto que la palabra "régimen" evoca el régimen fascista, y el régimen en el que vivimos carece de las características de las dos décadas de dominio mussoliniano. Un régimen es una forma de gobierno no necesariamente fascista. El fascismo obligaba a los chicos (y a los adultos) a ponerse un uniforme, acabó con la libertad de prensa y enviaba a los disidentes al confinamiento. El régimen mediático de Berlusconi no es tan zafio y anticuado. Sabe que el consenso se controla controlando los medios de información más difundidos. Por lo demás, no cuesta nada permitir que disientan muchos periódicos (hasta que no puedan ser adquiridos). ¿A qué serviría confinar al prestigioso periodista Biagi? ¿A que se convierta acaso en un héroe? Basta con no dejar que hable en la televisión.
La diferencia entre un régimen "al estilo fascista" y un régimen mediático es que en un régimen al estilo fascista la gente sabía que los periódicos y la radio no comunicaban más que circulares gobernativas, y que no podía escucharse Radio Londres, bajo pena de cárcel. Precisamente por eso, bajo el fascismo la gente desconfiaba de los periódicos y de la radio, escuchaba Radio Londres con el volumen bajo y confiaba sólo en las noticias que le llegaban a través del murmullos, del boca a boca, de la maledicencia. En un régimen mediático donde, pongamos, sólo el diez por ciento de la población tiene acceso a la prensa de oposición y el resto recibe las noticias a través de una televisión bajo control, si por un lado está extendido el convencimiento de que se acepta el disenso ("hay periódicos que hablan contra el Gobierno, prueba de ello es que Berlusconi se queja siempre al respecto, por lo tanto existe libertad"), por otro el efecto de realismo de la noticia televisiva (si recibo la noticia de que un avión se ha precipitado en el mar, es indudablemente cierta, de la misma forma que es verdad que veo las sandalias de los muertos flotar, y no importa si por casualidad son las sandalias de una catástrofe precedente, usadas como material de repertorio), hace que se sepa y se crea sólo aquello que dice la televisión.
Una televisión controlada por el poder no debe necesariamente censurar las noticias. Naturalmente, por parte de los esclavos del poder no faltan tampoco tentativas de censura, como una muy reciente (afortunadamente ex post, como dicen quienes dicen un momentín y pool position), por la que se juzgó inadmisible que en un programa televisivo se pudiera hablar mal del jefe del Gobierno (olvidando que en un régimen democrático se puede y se debe hablar mal del jefe del Gobierno; en caso contrario, nos hallamos en un régimen dictatorial). Pero se trata sólo de los casos más visibles (y, si no fueran trágicos, risibles). El problema es que se puede instaurar un régimen mediático en positivo, con la apariencia de decirlo todo. Basta saber cómo decirlo.i ninguna televisión dijera lo que piensa Fassino [líder de la oposición], acerca de la ley tal de cual, entre los espectadores nacería la sospecha de que la televisión oculta algo, porque se sabe que en alguna parte hay una oposición. La televisión de un régimen mediático usa en cambio ese artificio retórico que se llama "concesión". Pongamos un ejemplo. Acerca de la conveniencia de tener un perro hay aproximadamente cincuenta razones a favor y cincuenta razones en contra. Las razones a favor son que el perro es el mejor amigo del hombre, que puede ladrar si entran ladrones, que es adorado por los niños, etcétera. Las razones en contra son que hay que sacarlo cada día para que haga sus necesidades, que nos cuesta en alimentos y veterinario, que es difícil llevárselo de viaje y otras cosas. Admitiendo que queramos hablar a favor de los perros, el artificio de la concesión podría ser así: "Es cierto que los perros cuestan, que representan una esclavitud, que no se les puede llevar de viaje" (y los adversarios de los perros son conquistados por nuestra honestidad), "pero es necesario recordar que son una estupenda compañía, que los niños los adoran, que se muestran vigilantes contra los ladrones, etcétera". Ésta sería una argumentación persuasiva a favor de los perros. Contra los perros podría concederse que es cierto que los perros son una compañía deliciosa, que son adorados por los niños, que nos defienden de los ladrones, pero a continuación seguiría la argumentación opuesta: que, sin embargo, los perros representan una esclavitud, una fuente de gastos, un engorro para los viajes, y ésta sería una argumentación persuasiva en contra de los perros.
La televisión actúa de esta forma. Si se discute la ley tal de cual, se enuncia ésta en primer lugar, después se da la palabra de inmediato a la oposición, con todas sus argumentaciones. A continuación aparecen los partidarios del Gobierno que objetan las objeciones. El resultado persuasivo se da por descontado: tiene razón quien habla el último. Si se siguen con atención todos los telediarios, podrá verse que la estrategia es esa: en ningún caso tras la enunciación del proyecto aparecen primero los partidarios del Gobierno y después las objeciones de la oposición. Siempre ocurre lo contrario.
A un régimen mediático no le hace falta meter en la cárcel a sus opositores. Los reduce al silencio, más que con la censura, dejando oír sus razones en primer lugar.
¿Cómo se reacciona, pues, ante un régimen mediático, visto que para reaccionar sería necesario tener ese acceso a los medios de información que el régimen mediático precisamente controla?
Hasta que la oposición, en Italia, no sepa hallar una solución a este problema y continúe recreándose en diferencias internas, Berlusconi será el vencedor, nos guste o no.
Umberto Eco es escritor y semiólogo italiano.
Traducción de Carlos Gumpert.