Presidente nacional del PAN
El Universal

Entre esos jóvenes “corrompidos”, destacó como su más aventajado alumno el célebre filósofo Platón, quien ni tardo ni perezoso atacó y repudió al sistema democrático por haber obligado a beber cicuta a su maestro.
Pero Platón siempre justificó la pena capital. “Las penas deben tener como fin mejorar a la comunidad”, decía en el libro Las leyes, y más adelante agregaba contundentemente: “Si se demuestra que el delincuente es incurable, la muerte será para él el menor de los males”.
La ola de violencia que padecen muchas regiones del país, por la que perdieron la vida el joven Fernando Martí y su chofer, es un momento peligroso, porque podemos tomar la ruta platónica: descalificar a nuestro sistema democrático y, al mismo tiempo, justificar la pena de muerte.
Ningún terreno más fértil para sembrar esa sanción extrema y despreciar a nuestras instituciones que el suelo de la indignación social.
Es cierto que el Estado debe garantizar la seguridad a todos los individuos. Pero no es menos cierto que el Estado debe reconocer, proteger y tutelar los derechos humanos, y de entre ellos al derecho humano fundante de todos: el derecho a la vida, sin excepciones.
Cuando el Estado capitula a defender la vida, entonces sí, los delincuentes están ganando la batalla definitiva. La pena privativa de la vida atenta contra el eje y la razón del Estado: la persona.
La guillotina francesa o la horca inglesa y la propuesta de desenterrar la ley del talión, del ojo por ojo, son prácticas y reglas para regresar a nuestra civilización a la antigüedad.
Los países con el mayor índice de tranquilidad en sus calles tienen abolida la pena de muerte, entre otras razones porque basan la fuerza intimidatoria del Estado no la crueldad de las penas, sino en la eficacia de los cuerpos policiacos.
La “infalibilidad” de la policía, diría César Beccaria, atemoriza más al criminal que la severidad del castigo; por eso, la depuración de las policías mexicanas —sobre todo las locales— y su coordinación con la federal deben ser la apuesta contra la impunidad.
No es argumento válido para implantar la pena de muerte la venganza retributiva. Esa tesis, tan socorrida en momentos de efervescencia por la violencia extrema, de que el Estado tiene que infligir el mismo suplicio al que mata.
El Estado no puede colocarse en el plano de la ira, ni actuar por cólera o ardimiento personal de ningún gobernante.
La inseguridad, los secuestros, las violaciones deben atacarse con mejores policías. Nunca con el mismo instinto y sed de venganza sanguinaria con el que actúa un león en la selva para demostrar su imperio.
Regresar a los ciudadanos al matonismo legal puede incrementar la nota roja. Aplaudirán algunos, pero el motor civilizador de nuestra sociedad, en procuración de justicia, estará apagado.
Entiendo perfectamente la diferencia entre un Sócrates y un repudiado maleante, pero sólo los regímenes autoritarios distinguen y disponen entre la vida de las personas.
La eficacia policiaca para imponer la cadena perpetua a un secuestrador-homicida cumple con la justicia y la vida.
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También defiende la vida el secretario de Salud, Córdova Villalobos. Éxito rotundo de la 17 Conferencia Internacional sobre Sida.