Ivonne MelgarRetrovisor
Excélsior
El diálogo no está de moda. Se solicita, se propone, se pide, pero no se practica. O, mejor dicho, su ejercicio en la vida política no se ve. Sabemos que existe, pero está penado aceptarlo abiertamente.
Y esa idea parece permear todo lo público. Por lo tanto, tampoco los conciliadores están de moda. En teoría, son requeridos y apreciables. En los hechos, sin embargo, causan bostezo, aburren, no dan rating.
El asunto es verificable en el reality show en curso, donde el personaje más aplaudido resulta ser la señora rijosa, la que reparte a todos el mismo deseo: que se los cargue el payaso.
La tendencia se sostiene en los montajes políticos de pretendido debate, como los foros sobre la reforma petrolera en el Senado. La nota, el micrófono, la cámara, la atención pues, no es para quién formula la mejor propuesta o intenta pegar en una sola las coincidencias de tirios y troyanos. El estelar se lo lleva el gritón, el que mejor descalifica, el de la frase bélica.
Esto es así, porque también los medios de comunicación son parte de esa lógica, manifestándola en tres aspectos determinantes para la vida pública. De un lado, la prensa, la televisión y la radio —porque en esto ya no hay niveles ni distinciones— son practicantes de esa visión desdeñosa del diálogo, en tanto la noticia es el pleito.
Hay algo más grave aún en las otras dos expresiones. Internamente, en los medios existe por el momento una premisa: el éxito de los moderadores, los conductores, las estrellas pues, radica en el grado de estridencia del personaje. Cuanto más intolerante, mejor. El entrevistador dialogante no vende, no importa. Se busca a los gritones, a los desafiantes, a los que pegan en la mesa e interrumpen, a los que llevan al paredón a sus interlocutores, a quienes se han creído el papel de inquisidores en el mediático tribunal del santo oficio.
Es decir: el diálogo aceptado, el posible, el que se registra para la historia política, es el que pasa por los medios de comunicación a través de acusaciones, señalamientos y mensajes cifrados.
A ese remedo de diálogo que no es un diálogo, sino una suerte de indirectas, se reduce el intercambio de ideas públicas de nuestra vida pública.
“Me espían”, se queja Manlio Fabio Beltrones, un hombre determinante para la suerte del proyecto gobernante de Felipe Calderón.
Y detrás de la queja hay una serie de reclamos implícitos, en torno a los cuales sobrevive el deporte de la especulación. “Mi gobierno no espía y respeta a los jefes parlamentarios”, responde el Presidente.
Es un teatro mediático. Muchas veces, en privado, Calderón y Beltrones platican, pactan, diseñan jugadas. Eso, sin embargo, queda en el terreno de lo íntimo, acaso en el plano de la seguridad nacional.
Puede reclamarse opacidad. Y señalar que esa discreción raya en la discrecionalidad. Lo cierto es que lo sucedido en los últimos años acaba dándole la razón a quienes optan por el sigilo.
Porque el diálogo en serio, con las cartas sobre la mesa, es visto como una transa, un soborno, una abdicación.
La herencia es dura. Porque la idea de que no se vale sentarse a negociar el curso del poder, de su ejercicio y su reparto, viene del sexenio de Carlos Salinas, cuando se acuñó el término de la “concertacesión” como sinónimo de sucio acuerdo en lo oscurito entre el gobierno y la oposición, entonces la del PAN. De manera que en los hechos, los políticos nos recetan simulaciones de diálogo y se guardan para sí los intercambios reales.
El mismo Calderón ha declarado ya un par de veces que no le gusta adelantar vísperas. Y así actúa él, su gente y su gobierno: está prohibido cacarear en público, lo que todavía no se amarró en privado.
La lección del foxismo igualmente fue dura: cualquier anuncio de acuerdo, de Los Pinos o de algún secretario, pronto era negado o reventado en el diálogo público que se registra en los medios.
En aquel entonces, Elba Esther Gordillo declaró que llegaba a la Cámara de Diputados para sacar adelante las reformas que el país requería. Era una aliada de Vicente Fox y como tal se presentaba. Eso le costó la coordinación en San Lázaro y hasta su pertenencia a la dirección del PRI. La reventaron.
Con ese antecedente, al margen de las fobias personales, la más poderosa de las políticas mexicanas sólo se reúne con la secretaria de Educación, Josefina Vázquez Mota, la más avezada del gabinete en estas materias de negociación, si está garantizado el secreto.
Ninguna de las dos quiere publicar sus tratos, indispensables ya no digamos para la reforma prometida, sino para el funcionamiento del sistema escolar. Se ven y muy seguido, dialogan, con rispidez de por medio, claro, pero lo hacen cotidianamente y siempre bajo el entendimiento de que su entendimiento no puede ser cosa pública. Y, mientras ellas pactan, los medios y sus comunicadores recurren al irresistible recurso de anunciar que no pueden verse ni en la tele. Es un asunto que vende, sí. Pero también es una pantalla que abona en la ignorancia sobre el contenido de las decisiones del poder y, al final, distrae y le abre paso a la institucionalidad de la no rendición de cuentas.
En lo personal, no las culpo. ¿Qué pasaría si la cobertura de la SEP se convierte de pronto en el registro de cómo Elba Esther y Josefina avanzan en el cabildeo de cómo habrá de medirse la calidad y el pago a los maestros cumplidos? No se necesita un oráculo. La negociación acabaría rehén de unos medios y unos comunicadores ávidos del fracaso de ambas.
Por eso ahora el guión público nos proyecta una supuesta tensión permanente entre el panista gobernante y el priista más poderoso del Senado. Me enternece mucho a veces la ingenuidad con la que desde la prensa reportamos las palabras supuestamente envenenadas del coordinador de los tricolores en esa cámara contra Calderón. Pero ni hablar, es una forma de alimentar el círculo vicioso: los medios así lo quieren, los políticos así aprendieron a jugar. Y los ciudadanos, bien, gracias.
De momento, quien esto escribe toma descanso. Nos encontramos el próximo 23 de agosto.