Ivonne MelgarRetrovisor
Excélsior
Cuando la crudeza de la recesión, apenas admitida, sepulta la promesa del sexenio del empleo y ganan eco las dudas sobre la viabilidad de la llamada guerra contra la delincuencia, el gobierno procura ampliar su capacidad en el permanente manejo de las crisis, sean económicas, de seguridad o de credibilidad.
Y mientras mayores sean los márgenes de Felipe Calderón, de su gabinete y de su partido para el tratamiento de los momentos difíciles, menores serán las posibilidades de las oposiciones para sacar legítimo provecho de tan mala coyuntura.
Es desde esta lógica de sobrevivencia que debe evaluarse el éxito de la estrategia diplomática calderonista, acaso la única meta cabalmente cumplida si nos atenemos a los objetivos perfilados en el inicio de la administración federal.
Porque a dos años de su llegada al poder, Calderón consiguió ya el protagonismo latinoamericano que se había propuesto como prioritario, en el terreno de la política exterior.
Si bien podría considerarse un asunto accesorio, perteneciente a la retórica, el haber alcanzado un espacio de lucimiento en la región se convierte ahora en un instrumento del pragmatismo político gubernamental para el enfrentamiento de los momentos críticos que se avecinan, tanto por la difícil situación económica como por la competencia electoral de 2009.
De modo que las recurrentes giras presidenciales a los países de América Latina y la búsqueda del diálogo personal con sus gobernantes, deben entenderse como una inversión política de Calderón en abono a la gobernabilidad interna.
Se trata del uso de la diplomacia como instrumento de legitimidad y, por lo tanto, equivalente al cabildeo que permitió abrir las puertas del reconocimiento de los legisladores del PRD, por ejemplo, a cambio de ceder el proyecto original que el gobierno tenía de la reforma energética.
Es decir que, bajo esta perspectiva de ganar credibilidad y margen de maniobra, tanto vale la declaración del jefe de la bancada perredista en la Cámara de Senadores, Carlos Navarrete, el jueves pasado, en el sentido de que sabía que el presidente Felipe Calderón le condicionó las vacaciones a sus secretarios hasta que dejaran listo el ejercicio presupuestal del plan anticrisis, como el borrón y cuenta nueva con Cuba que en Brasil decretó el presidente de la isla, Raúl Castro Ruz.
Para cualquier observador externo, nada de relevante tendrían las palabras del legislador del PRD si no se le explica que apenas hace unos meses él y su fracción parlamentaria se negaban a llamar por su nombre al jefe del Ejecutivo federal y a reconocerle la investidura presidencial.
Lo mismo puede decirse de la visita que hará Calderón a Cuba y de la foto que indudablemente se tomará con un famélico pero siempre simbólico Fidel Castro.
¿Y eso en qué beneficia a los mexicanos?, preguntan los pragmáticos que esperarían un activismo internacional centrado en la caza de inversiones.
Sucede, sin embargo, que para la gobernabilidad también cuenta el pragmatismo político. Y desde esta mira, tienen valor de legitimidad los calificativos dichos el martes por el hermano de Fidel sobre las relaciones “magníficas” entre su país y México.
Claro que a muchos mexicanos, particularmente a los empresarios y a los mismísimos cuadros panistas doctrinarios, les parecerá una pérdida de tiempo que Calderón se ocupe de atender los largos discursos de Hugo Chávez, incluyendo su reiterada invitación a que visite Venezuela.
Y no les faltarán argumentos serios a quienes cuestionen los viajes del Presidente a cumbres como las realizadas esta semana en Salvador de Bahía, la del Mercosur y la de Desarrollo e Integración para América Latina.
¿Para qué necesita México ir a la próxima cita del G-20 a defender los intereses latinoamericanos en la actual coyuntura financiera internacional? ¿Qué no sería mejor atender los propios únicamente?
Y preguntas sobran: ¿Por qué el Presidente insiste en abanderar una Unión de Naciones Latinoamericanas y del Caribe como parte de los festejos del Bicentenario de la Independencia? ¿Requiere México de más comercio con la región, como una vía para el crecimiento? ¿Qué acaso no es más relevante aumentar los negocios con Norteamérica, la Unión Europea o Asia?
¿Quién puede creer que habrá un milagro en 2010 para que los gobiernos de Hugo Chávez, Evo Morales, Rafael Correa o Cristina Fernández superen sus convicciones antiimperialistas y abran paso a una integración económica latinoamericana en serio?
Y hay otras interrogantes de carácter político que no son de ornato. ¿El hecho de cumplir la promesa de Calderón de actuar con una sola voz en la defensa de Cuba cancelará la defensa de la vigencia de los derechos humanos en la isla? ¿Guardaremos silencio cuando la Organización de los Estados Americanos (OEA) vuelva a preguntar cómo vamos en esa materia?
Sin archivar las dudas en el cajón de la amnesia, lo cierto es que en el proyecto de política interna, de gobernabilidad, el calderonismo necesita garantizar un manejo diplomático frente a los afanes expansionistas, intervencionistas, diríamos, del bloque bolivariano.
Y es indudable que con este recuperado protagonismo en los foros de América Latina, con la conducción del gobierno mexicano del Grupo de Río, particularmente, se le pone un freno a esa posibilidad que, en un descuido, podría haberse traducido en alianzas de estos gobiernos con las diversas manifestaciones radicales de oposición en México.
Si bien por el momento este usufructo de las relaciones internacionales tiene fines de política interna, pronto veremos cómo este reconocimiento del gobierno mexicano entre sus pares de América Latina adquirirá plusvalía en la legitimidad de la relación de México con el próximo habitante de la Casa Blanca.
Y, de nueva cuenta, la construcción de un buen trato con Barack Obama será otro recurso para el manejo de las crisis, aunque esto no se traduzca en soluciones.
Es el uso de la diplomacia para garantizar legitimidad interna, más que resultados en la solución de problemas.
Es una lección del régimen priista que el calderonismo ahora reivindica. Un insumo más para surfear en las aguas de la sobrevivencia y que hacen de este un gobierno marcado por la prueba permanente de su capacidad para manejar las interminables crisis.