abasave@prodigy.net.mx
Excélsior
Que pasado mañana pase usted una feliz Navidad con su familia. Y si todavía tiene a su padre, dele un abrazo muy fuerte y dígale cuánto lo quiere

Él, que toda su vida se había preparado intensamente para vivir ese momento abrazado a su fe, ahora parecía no poder aferrarse a otra cosa que no fuera su instinto de supervivencia. Sólo su espíritu de guerrero lo sostenía. En ocasiones abría los ojos y nos veía pero en su mirada no había más que una súplica de que lo dejáramos pelear en paz, de que no le pidiéramos más. Una vez, casi al final, me senté en la cama a su lado, volteó a verme y murmuró cuatro palabras: “Ya no puedo más”.
No supe qué responderle. ¿Ánimo, sigue adelante? ¿Date por vencido? Me quedé callado unos segundos hasta que, torpemente, repetí sus palabras: “¿Ya no puedes, papá?” Cerró los ojos y volteó la cara ante mi impotencia que se engarzaba en la suya. Yo me enredé en mil cosas que quería y no debía decirle y a fin de cuentas no dije nada más. Me ganó el egoísmo. Estaba a punto de volar a Inglaterra a ver a mi hijo Francisco Salomón en un viaje que ya había pospuesto por la enfermedad de mi padre, y que no podía posponer otra vez.
Una hora después volví a su cama y le dije que me iba, que regresaría en una semana. Le pedí que me esperara. Me vio con una expresión que pudo haber sido de desesperanza, o de resignación, o quizá de profundo cansancio. Asintió con la cabeza. Partí al viaje más angustioso de mi vida. Cada minuto valía por una eternidad, cada llamada a mi celular detenía un instante mi corazón. Al tercer día, en la madrugada, entró la fatídica llamada. Era mi hijo Agustín, el nieto de su abuelo, envuelto en llanto: “Ya se está despidiendo, papá, y no sé qué decirle, ¿qué hago?” No me atreví a confesarle que yo tampoco sabía qué decir.
“Dile que vaya con Dios, hijo, que lo está esperando”. Desperté a Francisco, tan pronto pude salí corriendo con él del hotel, le di un beso, lo entregué a su mamá y tomé el autobús de Oxford a Heathrow. Salí en el primer vuelo que encontré a Atlanta. Al aterrizar llamé a Monterrey y me dijo mi hermana Cristina que se había recuperado un poco. Volé a México. Llegando recibí una llamada de mi hermana Patricia, quien me dio la noticia que había estado esperando durante esos largos, larguísimos cuatro días.
A la mañana siguiente, muy temprano, tomé el avión a Monterrey. Del aeropuerto me fui directamente a la funeraria. Llegué antes que todos, excepto él. Abrí la puerta del salón, que estaba en penumbra y parecía vacío, y busqué con la mirada hasta que observé el ataúd al fondo. Caminé lentamente. La tapa estaba abierta; con su peluca, maquillado, de traje y corbata, sólo su delgadez lo delataba. Sollocé primero, luego puse mi mano sobre el cristal y lloré. Le pedí perdón por no haber estado con él. Le di las gracias por haber hecho el enorme esfuerzo de esperarme tres, casi cuatro días. Después llegaron todos. Luego de cumplir el inopinado ritual social de recibir las condolencias de mucha gente nos fuimos a la iglesia, y finalmente lo enterramos.
Frente a su tumba leí el texto que escribí para uno de sus homenajes, y un nudo en mi garganta me ahogó. Finalmente, como pude arreglármelas, me despedí de él. Todo esto sucedió hace casi tres años, en enero de 2006. Pero hoy, ante la cercanía de la Navidad que era mi invariable reencuentro con él, y estando otra vez de visita en Oxford para ver a mi hijo Francisco, sólo acerté a recordar su partida. Es probable que usted sepa de lo que estoy hablando. Si ha perdido a su padre sabrá que esa muerte es una cicatriz en el alma que no se borra nunca, y que no hay nada más dolorosamente reconfortante que evocar las cosas por las que lo admiramos. Por eso le pido me permita citar un fragmento del texto que leí ante su tumba: “Son muchas, como se ve, las cualidades que admiro en mi padre.
Pero hay una que quiero destacar por sobre todas porque de algún modo a todas las involucra: la congruencia. Creo que el mejor homenaje que puedo hacerle es decir que soy distinto a él, que discrepo de algunas de sus ideas y creencias, que gracias a que me enseñó a ser libre logré construir mi propia identidad. Pero en lo que más quisiera parecérmele es en ese ser congruente consigo mismo, en ese jugarse hasta el pellejo por sus convicciones, en ese ser de una sola pieza… Tengo muchas cosas que agradecerle, empezando precisamente por su ejemplo de congruencia y terminando por ese sustrato de religiosidad que dejó en los hondones de mi vida y que seguramente ha de reconfortarme algún día, porque cuando alguien nos deja a Dios guardado en las entrañas su resurgimiento no puede posponerse indefinidamente.
Y dado que fue de él, de mi padre, de quien aprendí que antes que un deber el agradecimiento es un privilegio, hoy quiero ser un hijo privilegiado: Gracias, papá. Gracias por todo”. Que pasado mañana pase usted una feliz Navidad con su familia. Y si todavía tiene a su padre, dele un abrazo muy fuerte y dígale cuánto lo quiere. Créame, no hay que desaprovechar ninguna oportunidad para hacerlo.
abasave@prodigy.net.mx