María Elena Álvarez de Vicenciomalvarezb@diputadospan.org.mxLa Crónica de Hoy

En la pasada contienda electoral se hicieron visibles estrategias exitosas que se tradujeron en triunfos de quienes las aplicaron, pero al mismo tiempo aparecieron prácticas corruptas que a pesar de los amplios marcos normativos no dejaron de realizarse.
Entre otras, vimos en los medios de comunicación la promoción de candidatos disfrazada de entrevistas noticiosas o de asistentes a inauguraciones de obras públicas. Apareció de nuevo la compra del voto y la confiscación de credenciales de elector, la amenaza intimidatoria sobre la pérdida del empleo si no se vota en el sentido indicado, el uso de recursos públicos para la promoción de partidos de varios colores… y la lista podría seguir.
Todo esto sucedió enmarcado en un conjunto de normas que parecían suficientes para que la elección se desarrollara con legalidad. Sin embargo, ocurrió lo que el sabio Isócrates dijo en la antigüedad: “Lo que más ayuda al avance de los pueblos no es que los pórticos estén cubiertos de decretos, sino que la justicia habite en el alma de los hombres”; ahora añadiríamos también de las mujeres.
Las leyes electorales no fueron suficientes, como no lo están siendo las de transparencia en el ámbito de la administración pública.
En casi todos los países del mundo se ha constatado que las leyes y las acciones coercitivas no son suficientes para impulsar o inhibir las conductas que dependen de la voluntad personal, ya que muchas de ellas no pueden ser evaluadas ni fiscalizadas por agentes externos y, en ocasiones, aun cuando los efectos del comportamiento sean visibles, es difícil y a veces imposible fincar responsabilidades por ilícitos que no deja huella del actor. En tales casos la única garantía es la responsabilidad personal y la calidad moral del servidor o funcionario público.
En muchos países se han empleado como instrumentos muy útiles los códigos de ética, los cuales son ordenamientos que, sin contener sanciones de carácter vinculante, se proponen como guía de comportamiento y para obtener de las personas un compromiso individual, para que por voluntad propia se obliguen a cumplir normas de conducta congruentes con el ideal deseado de servidor público.
Los códigos de ética pueden ser también instrumentos de capacitación para los ciudadanos, pues a través de ellos se les informa qué es lo que deben esperar de la conducta del servidor público y, al conocer lo que se les exige, se orienta a los ciudadanos para estar en mejores condiciones de elegir a quien les garantice que cumplirá con tales exigencias.
Los códigos de ética ayudan a las instituciones a dejar en claro cuáles son las conductas que convienen al éxito del grupo y cuáles son las conductas que lo afectan; también ayudan a crear un ambiente de colaboración y de participación en los éxitos de la organización. Como instrumentos para la labor de vigilancia de los ciudadanos, ayudan a comparar si el comportamiento de los servidores públicos está apegado a lo que les señala el código de ética como compromisos a cumplir.
Los códigos de ética son instrumentos auxiliares de las leyes y sus enunciados tienden a obtener, de quienes los suscriben, un compromiso personal que va más allá de las leyes objetivas, compromiso que propone una mística y un propósito superior de servicio y que, una vez aceptado, obliga al aceptante, por voluntad propia, con una fuerza igual o mayor, que una ley.
El elemento más importante para que un código de ética tenga éxito es el compromiso personal y el ejemplo que den los superiores. Si el superior no cumple con las reglas, es como si las reglas no existieran. El argumento convence, pero el ejemplo arrastra.
Cuando se refiere a un sistema de ética de la gestión pública, al código de ética deben agregarse las leyes y reglamentos que constituyan la parte prescriptiva de la función pública, los cuales señalan las obligaciones, derechos y, en su caso, las faltas o delitos y las sanciones inherentes al ejercicio de la gestión pública. En este caso, los códigos de ética deben tener una relación vinculatoria con la normatividad para la aplicación de sanciones.
Para los procesos electorales, cabría la posibilidad de formular códigos de ética para los distintos actores, por ejemplo, para los funcionarios electorales, para el votante, para los candidatos, etcétera.
La corrupción se retrae en la medida en que la democracia avanza y se arraiga en la cultura popular la necesidad de obedecer las leyes. La clave para tener buenos resultados consiste en una adecuada interrelación entre los controles administrativos, jurisdiccionales, sociales y políticos; ninguno es suficiente por sí mismo, más aún, cualquiera de ellos solo, puede ser contraproducente.
Para combatir la corrupción, a veces se requiere tomar decisiones que enfrentan fuertes intereses económicos y de poder, y es muy difícil que el poder se castigue a sí mismo o que castigue a los suyos: el poder busca siempre castigar a los otros. Por otra parte, los ciudadanos no se han decidido a asumir la vigilancia de sus gobernantes, ni han hecho valer su exigencia para que los servidores públicos tengan un comportamiento ético y eficaz. Ya es tiempo de cambiar.