Excélsior
No hay duda, la siguiente lucha, la que ya comenzó, debe ser contra la dictadura perredista.

Del otro lado estaba el PRI: el campeón del autoritarismo, el que mejor lo llevaba a la práctica lo que Mario Vargas Llosa calificó como la “dictadura perfecta”. El presidente era todo. Casi Dios. Venía del encontronazo de dos autocracias, la azteca y la española, siguieron tres siglos de dominio y en 1821 el autoritarismo pasó a manos de dictadores, emperadores y altezas serenísimas. La nuestra es una historia de tiranías, de escasos momentos de libertad y democracia. Vaya mundo que padecimos. Los camaradas se la pasaban gritando: “Contra la revolución y el socialismo nada, contra sus enemigos todo.” Y un idiota que ahora es un escritor más o menos conocido, tenía señalados los puntos claves del DF para poner dinamita y un plan para, de inmediato, al primer tiro, someter al país, instaurar la dictadura del proletariado y controlar a una ciudadanía (“un pueblo agachón”) incapaz de aceptar el nuevo sistema, explicaba, y eso que los jóvenes de Mayo 68 en París, habían acuñado una frase magnífica: “Prohibido prohibir”.
Por décadas, el PRI doblegó al país. Tuvo un sistema rígido para controlarlo. No había más ideología que el pensamiento del Presidente en turno, él decidía por todos. La mayor prueba de su poderosa voluntad era la censura, el control de los actos ciudadanos y la designación del hombre que lo seguiría en el poder.
Apareció el PRD, una asociación de ex priistas, ex comunistas y de algunos dirigentes sociales que venían de los bajos fondos. La verdad es que desde el principio me pareció una mezcla peligrosa, a pesar de que fui invitado por el fundador a ser parte del nuevo organismo. Fiel a las tradiciones del país, tuvo un caudillo, enseguida vino otro, López Obrador. En poco más de una década se corrompieron e hicieron gala del absolutismo que todo político lleva oculto.
Si en 2000 muchos millones de mexicanos fuimos a repudiar el autoritarismo priista, no nos percatamos de que venía otro peor: el perredista. Allí está el ejemplo de López Obrador, ya sin bases, sigue gritando, dando órdenes demenciales y manejando un ejército invisible en el país, aplaudido por sus más cercanos colaboradores que tampoco están en sus cabales. Cada delegación, cada municipio en sus manos, ha sido un alarde de control sobre la ciudadanía. La mejor prueba es la Ciudad de México, donde los jefes de Gobierno han duplicado el modo autoritario. No he visto peor absolutismo que el implantado por López Obrador y nada me irrita más que el dominio feroz que sobre ciudadanos e instituciones ejerce Marcelo Ebrard. Víctor Hugo Círigo acaba de señalar, en estas páginas, brutales ejemplos: el dominio sobre la Asamblea Legislativa, el atropello a las leyes existentes y la explotación de diversas fuentes de ingresos, permisibles e ilegales, para ganarle a otros partidos. Algo parecido ha precisado René Arce.
Si bien es posible decir que Calderón es un tanto ajeno a esa posibilidad aterradora (y no mucho si lo vemos manipulando a su partido), nada podemos señalar en beneficio de Ebrard. Es un acabado proyecto de tirano. Está formado en el mejor autoritarismo priista. No hay duda, la siguiente lucha, la que ya comenzó, debe ser contra la dictadura perredista en las delegaciones, municipios, ciertas gubernaturas y, desde luego, en la ciudad capital. En algún momento tendremos que comenzar a democratizar al país. Y esto pasa por la expulsión de Ebrard, AMLO, Barrales, Bejarano y Encinas, baluartes de la corrupción política y del despotismo tenaz.