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Profesor de Humanidades del ITESM-CCM
El Universal

Las comparaciones con Brasil no son sencillas ni determinantes. Según el índice de competitividad global del Foro Económico Mundial, en su última entrega, Brasil está en el lugar 56 y nosotros en el 60. Según el Índice de Desarrollo Humano, publicado la semana pasada, México está en el lugar 53, mejorando, y Brasil en el 75, estancado. En materia educativa, que es nuestro gran problema de largo plazo, México tiene un desempeño general superior al de Brasil (“sólo” 50% de nuestros egresados de secundaria son analfabetos funcionales, frente a más de 60% en Brasil), pero una clara desventaja en el nivel de excelencia, en el que se encuentra sólo 0.3% de nuestros jóvenes frente a 1.5% en Brasil.
Sin embargo, en los pocos años que llevamos del siglo XXI hay una creciente percepción de que Brasil tiene un mejor desempeño que México. Percepción que no se puede sustentar en los datos del párrafo anterior, evidentemente, de forma que debe tener que ver más con expectativas que con resultados. Durante la última docena de años, Brasil ha logrado tomar decisiones que le amplían sus posibilidades de éxito, mientras México, con muchas dificultades, ha tomado decisiones que apenas le permiten sobrevivir. Esta parece ser la gran diferencia.
A pesar de que Brasil tiene un problema de desigualdad económica y social superior al de México, a pesar de un nivel de pobreza también superior al nuestro, resulta que ese país tiene un futuro más prometedor que México. Un futuro que han construido en 12 años, no más, partiendo de una reforma energética seria, construyendo un Estado fiscalmente sano e implementando programas contra la pobreza basados en los nuestros. En menos palabras: el futuro de Brasil se está construyendo en reformas. En las mismas reformas que nosotros no queremos hacer.
Cuando Petrobras se reformó profundamente, dejando de ser algo similar a Pemex para convertirse en una empresa seria, con inversión privada y capacidad de asociarse con otras, Brasil empezó a producir petróleo de manera significativa. Hoy, 12 años después, producen prácticamente lo mismo que nosotros y tienen más reservas. Antes, era tal su insuficiencia que inventaron el uso del etanol como combustible. Una reforma energética que ha hecho a ese país exitoso, es decir, realmente soberano.
Brasil recauda impuestos por más de 30% del PIB. Es más pobre y más desigual que nosotros, pero tiene un IVA promedio de 17% del que sólo se excluyen libros, periódicos, frutas y vegetales. El impuesto tiene una tasa mayor para energéticos, alcohol, tabaco y telecomunicaciones que funciona como el IEPS nuestro. Este impuesto es estatal (con una base nacional de 12%), de forma que los estados cobran, se financian solos, y no son dependientes del poder central. En los últimos 12 años este impuesto ha crecido hasta representar 40% de los ingresos del gobierno.
La evidencia de que nuestros problemas se derivan de las malas decisiones del pasado es contundente y abrumadora, pero nuestra capacidad de negar la realidad es todavía mayor. Es claro que todos los países desarrollados tienen leyes laborales flexibles, empresas energéticas privadas o públicas con capacidad de asociación, y recaudación fiscal superior a 30% de su PIB con base en Impuesto Sobre la Renta del orden de 35% e IVA de entre 18% y 20%, en ambos casos prácticamente sin deducciones. Pero nosotros decimos que eso no está bien, y que es preferible nuestra forma de administrarnos, a pesar del evidente fracaso de nuestro país, que entonces achacamos al neoliberalismo, o a lo que sea.
Como acabo de mostrarle, Brasil ha decidido seguir el camino de los países desarrollados, y por eso su futuro ha crecido de tal manera que hoy puede convertirse en el segundo país latinoamericano en organizar los Juegos Olímpicos, simple reconocimiento a la promesa que es hoy esa nación.
Pero nosotros decimos que eso no está bien, y me imagino que no nos quedará más que calificar a Lula de neoliberal, puesto que sigue el camino de esos países desarrollados que nosotros despreciamos. Reitero, la evidencia de nuestros errores es inmensa, pero nuestra ceguera es aún mayor. No hay izquierda en el mundo que se oponga al alza de impuestos, salvo la nuestra; no hay país que niegue a sus empresas la posibilidad de asociarse para producir más rentas nacionales, salvo nosotros.
O liberamos nuestra mente de las taras que nos limitan, o habremos destruido a México a golpe de necedad y estupidez. Los datos hablan.