noviembre 30, 2009

Candidaturas independientes

Agustín Basave
abasave@prodigy.net.mx
Excélsior

El efecto negativo de la ausencia de candidaturas independientes es doble: la partidocracia se duerme en sus laureles y México desperdicia buenos ciudadanos que podrían ser también mejores líderes políticos.

Desde que Jorge Castañeda puso el tema en la agenda nacional, cada vez más gente en México reclama candidaturas independientes. Yo las pido ahora con más insistencia que antes porque, como dije en mi artículo anterior, obligan a los partidos políticos a acercarse más a la sociedad. La partidocracia escoge candidatos bajo tres criterios: 1) compromiso o complicidad con el liderazgo decisor; 2) cuotas corporativas que permiten mantener el apoyo de grupos o sindicatos; 3) popularidad o capacidad de obtener la mayoría de los votos. Este último punto, que es el más defendible y que en la época del partido hegemónico era poco relevante, crece en importancia en la medida en que las elecciones son más competidas. Y dicho sea de paso, recuerda un subproducto positivo del método de representación proporcional en comicios para cargos legislativos. Es decir, los vilipendiados plurinominales no sólo sirven para contrarrestar la sobre y la subrepresentación, sino también para llevar al Congreso a los mejores especialistas en las diversas disciplinas a legislar. Y es que no abundan aspirantes que conjuguen la erudición de Mario Molina y el arrastre de Cuauhtémoc Blanco. Cierto, a menudo se desvirtúan las listas con recomendados o dirigentes impresentables, pero sin ese instrumento sería más difícil llevar a las cámaras a los más capaces y preparados, aquellos que en comicios directos perderían contra los reyes del barrio. Muchos se quejan del bajo nivel académico de los diputados; pues bien, sin los pluris sería peor.

Ninguno de los criterios mencionados, pues, favorece a personas talentosas que no están ligadas a las camarillas dominantes y que por ello suelen ser marginadas. Me refiero a hombres y mujeres que no son cuates ni clientelistas ni famosos, pero que pueden ser magníficos legisladores. Unos tienen preferencia partidista y cuando son relegados por “su” partido tienen que buscar otro que los valore. Otros no la tienen y su disyuntiva es más estrecha: o se resignan a no contender por un cargo de elección popular o… se resignan. Así, el efecto negativo de la ausencia de candidaturas independientes es doble: la partidocracia se duerme en sus laureles y México desperdicia buenos ciudadanos que podrían ser también mejores líderes políticos. Porque, bajo las normas actuales, quienes no se someten a los usos y costumbres partidócratas están destinados a ver los toros desde la barrera.

Yo no pugno por el debilitamiento de los partidos políticos. Al contrario, quiero que se fortalezcan, pero como eficaces intermediarios entre la ciudadanía y el poder público, como verdaderos abanderados de los segmentos sociales que dicen representar. Y para lograr ese fortalecimiento es imperativo que compitan entre ellos pero también que enfrenten la competencia externa. Se trata, como dije hace una semana, de poner en el corazón electoral del país una suerte de bypass contra la esclerosis de las arterias que comunican a los representantes con los representados. La famosa ley de hierro de la oligarquía de Robert Michels se aplica casi siempre y casi en todas partes, pero hay mecanismos para acotar sus excesos. Una élite partidista puede tener ciertos límites o puede no tener ninguno. Y nunca cae mal, como aliciente para su autocontención, una espadita de Damocles sobre su cabeza, como la que cuelga del cabello social de un candidato independiente.

Las dirigencias de los partidos mexicanos temen perder el control si avalan una serie de cambios que muchos consideramos imprescindibles. Hablo no sólo de estas candidaturas, sino también de la reelección consecutiva y del plebiscito, del referéndum y de la iniciativa popular. Ese temor no tiene fundamentos muy sólidos. En Europa existe todo eso y sus líderes partidarios no sólo no son rebasados sino que enfrentan menos casos de indisciplina que los nuestros. Aunque, claro, hay una diferencia: sus decisiones son más democráticas. Razón de más para inyectar esa dosis de ciudadanización de la política en México. Además de incentivar el acercamiento de los partidos a la sociedad, obligaría a las dirigencias partidistas a acercarse más a sus cuadros y sus bases.

Aunque reconozco el mérito de Castañeda, todavía me cuestiono sobre la pertinencia de la postulación independiente de candidatos a la Presidencia de México. Me preocupa que la relación del presidente con el Congreso, que ya está bastante entorpecida, se entorpezca aún más sin la correa de transmisión de un partido que lo vincule al menos con su bancada. Y la verdad es que, dado que sostengo que el régimen mexicano debe migrar al parlamentarismo y que en tal circunstancia mi preocupación sería ociosa, esperaré a que me convenzan los pragmáticos o los geriatras del presidencialismo. De lo que no me cabe la menor duda es que nos urge introducir las candidaturas independientes a las diputaciones locales y federales, a las senadurías, a las presidencias municipales y a las gubernaturas. Y de que sin presión social ese objetivo nunca se logrará.

Tres años, ¿del gobierno de Calderón?

Arturo Damm Arnal
arturodamm@prodigy.net.mx
La Crónica de Hoy

(Primera de tres partes)

Transcurrió la primera mitad del sexenio calderonista y, en materia económica, los resultados dejan qué desear, siendo la mejor muestra de ello la evolución de la producción de bienes y servicios, el PIB, y por lo tanto de la generación de ingreso.

En 2006, último año del foxismo, el PIB creció 4.8 por ciento. En 2007 y 2008 el crecimiento fue, respectivamente, de 3.3 y 1.3 puntos porcentuales. Para 2009 se proyecta (según los datos de octubre de la Encuesta sobre las expectativas de los especialistas del sector privado) un decrecimiento del PIB de 7.2 por ciento, con lo cual, de cumplirse dicha proyección, el crecimiento promedio anual de la producción, a lo largo de la primera mitad del sexenio, habrá sido de menos 0.9 por ciento, por debajo del crecimiento promedio anual del PIB de 1982 (año en el cual se perdió el crecimiento elevado y sostenido) a 2008 (año en el cual no se había recuperado el crecimiento sostenido y elevado), que fue de 2.4 por ciento (por debajo del que se registró durante la época del crecimiento elevado y sostenido, 1934–1981, que fue de 6.3 por ciento).

Es cierto, la causa de los malos resultados en materia de producción e ingresos, que comenzaron a darse en el cuarto trimestre de 2008, y continuaron presentes en el tercer trimestre de 2009, se encuentra en la recesión de la economía estadunidense. Pero también es cierto que dicha recesión alcanzó a la economía mexicana en malas condiciones, por obra y gracia de un marco institucional (reglas del juego) poco eficaz en términos de promoción del progreso económico, definido como la capacidad para producir más y mejores bienes y servicios para un mayor número de gente, comenzando por el tema de la competitividad del país, definida como la capacidad de la nación para atraer, retener y multiplicar inversiones, sobre todo directas, que son las que crean empresas, producen bienes y servicios, generan puestos de trabajo y, con ellos, la posibilidad de generar ingresos, tema en el cual la calificación de México, en escala del 5 al 10, es de 7.4, ocupando, entre 134 países, el lugar 60, resultados no malos, pero tampoco buenos, y por lo tanto mediocres, como mediocres han sido los resultados en la economía mexicana en materia de producción e ingresos, en los últimos 27 años.

También es cierto que los excesos y defectos del marco institucional de nuestra economía no son responsabilidad exclusiva, en primer lugar, del gobierno de Calderón ni, en segundo término, solamente del Poder Ejecutivo Federal. Es más, esos excesos y defectos no son, principalmente, responsabilidad de la administración calderonista sino de administraciones anteriores, sobre todo la zedillista y la foxista, ni lo son, de manera principal, del Poder Ejecutivo, sino del Legislativo. En todo caso la responsabilidad del gobierno de Calderón consiste, suponiendo que tengan claro lo que debe hacerse, en no haber sido capaz de negociar, con los legisladores, los cambios necesarios en las reglas del juego, en el marco institucional.