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Excélsior
El efecto negativo de la ausencia de candidaturas independientes es doble: la partidocracia se duerme en sus laureles y México desperdicia buenos ciudadanos que podrían ser también mejores líderes políticos.

Ninguno de los criterios mencionados, pues, favorece a personas talentosas que no están ligadas a las camarillas dominantes y que por ello suelen ser marginadas. Me refiero a hombres y mujeres que no son cuates ni clientelistas ni famosos, pero que pueden ser magníficos legisladores. Unos tienen preferencia partidista y cuando son relegados por “su” partido tienen que buscar otro que los valore. Otros no la tienen y su disyuntiva es más estrecha: o se resignan a no contender por un cargo de elección popular o… se resignan. Así, el efecto negativo de la ausencia de candidaturas independientes es doble: la partidocracia se duerme en sus laureles y México desperdicia buenos ciudadanos que podrían ser también mejores líderes políticos. Porque, bajo las normas actuales, quienes no se someten a los usos y costumbres partidócratas están destinados a ver los toros desde la barrera.
Yo no pugno por el debilitamiento de los partidos políticos. Al contrario, quiero que se fortalezcan, pero como eficaces intermediarios entre la ciudadanía y el poder público, como verdaderos abanderados de los segmentos sociales que dicen representar. Y para lograr ese fortalecimiento es imperativo que compitan entre ellos pero también que enfrenten la competencia externa. Se trata, como dije hace una semana, de poner en el corazón electoral del país una suerte de bypass contra la esclerosis de las arterias que comunican a los representantes con los representados. La famosa ley de hierro de la oligarquía de Robert Michels se aplica casi siempre y casi en todas partes, pero hay mecanismos para acotar sus excesos. Una élite partidista puede tener ciertos límites o puede no tener ninguno. Y nunca cae mal, como aliciente para su autocontención, una espadita de Damocles sobre su cabeza, como la que cuelga del cabello social de un candidato independiente.
Las dirigencias de los partidos mexicanos temen perder el control si avalan una serie de cambios que muchos consideramos imprescindibles. Hablo no sólo de estas candidaturas, sino también de la reelección consecutiva y del plebiscito, del referéndum y de la iniciativa popular. Ese temor no tiene fundamentos muy sólidos. En Europa existe todo eso y sus líderes partidarios no sólo no son rebasados sino que enfrentan menos casos de indisciplina que los nuestros. Aunque, claro, hay una diferencia: sus decisiones son más democráticas. Razón de más para inyectar esa dosis de ciudadanización de la política en México. Además de incentivar el acercamiento de los partidos a la sociedad, obligaría a las dirigencias partidistas a acercarse más a sus cuadros y sus bases.
Aunque reconozco el mérito de Castañeda, todavía me cuestiono sobre la pertinencia de la postulación independiente de candidatos a la Presidencia de México. Me preocupa que la relación del presidente con el Congreso, que ya está bastante entorpecida, se entorpezca aún más sin la correa de transmisión de un partido que lo vincule al menos con su bancada. Y la verdad es que, dado que sostengo que el régimen mexicano debe migrar al parlamentarismo y que en tal circunstancia mi preocupación sería ociosa, esperaré a que me convenzan los pragmáticos o los geriatras del presidencialismo. De lo que no me cabe la menor duda es que nos urge introducir las candidaturas independientes a las diputaciones locales y federales, a las senadurías, a las presidencias municipales y a las gubernaturas. Y de que sin presión social ese objetivo nunca se logrará.