julio 20, 2010

La “guerra” de Calderón es inevitable (y obligada)

Román Revueltas Retes
revueltas@mac.com
Interludio
Milenio

Cada vez que ocurre una atrocidad patrocinada por el crimen organizado, se desencadena una oleada de críticas a Felipe Calderón. En lo personal —y con el perdón de sus convencidos detractores— no termino de entender por qué se supone que está mal lo que está haciendo —es decir, cómo es que tienen tan claro que el presidente de México no debiera enfrentar a las mafias del narcotráfico— y me pregunto, entonces, qué es lo que hubiera debido no hacer o dejar de hacer. ¿Acaso viviríamos mejor si el Estado mexicano no asumiera la primerísima de sus responsabilidades, a saber, la de combatir a los delincuentes?

He escuchado toda clase de argumentos para rebatir la existencia misma de la ofensiva contra los criminales, llámese guerra o como sea: una cantante vagamente progresista entrevistada en la radio decía, por ejemplo, que a ella le daba lo mismo que se comercializaran las drogas entre los adictos —o los simples consumidores ocasionales— y que esta batalla no era su batalla sino la guerra de Calderón, sobreentendido este concepto como la estrategia de un hombre que actúa por intereses de obligada naturaleza política (el deseo de legitimarse, tal vez, o la necesidad de parecer un líder decidido o el propósito de ganarse a la opinión pública). Esta mujer representa, sin duda, a todas aquellas personas que se acomodan perfectamente al hecho de que las mafias operen libremente en sus territorios naturales siempre y cuando esto no tenga consecuencias directas en su vida cotidiana. No había que agitar el avispero: los narcos ya estaban ahí; que ahí sigan y sanseacabó.

Otras opiniones, más elaboradas, plantean la imposibilidad de ganar la partida: el fondo del problema es el consumo, visto como un incontrolable fenómeno de mercado —o sea, un asunto de oferta y demanda— que sólo se podría controlar legalizando las drogas que ahora están prohibidas. No he escuchado nada, en este escenario, sobre la reconversión de los miles de delincuentes que se dedican, en estos mismísimos momentos, a traficar con las sustancias ilícitas y que no lo hacen, digamos, de manera civilizada y cordial sino a punta de pistola. Seguramente se piensa que se van a retirar a sus casas, a jugar el golf o a leer poesía.

Hay otras censuras: el Ejército no debería de ocuparse de estos asuntos; la policía no está preparada; el narco ha infiltrado todas las instituciones de la República; la corrupción del aparato de justicia imposibilita la tarea, etcétera, etcétera, etcétera…

Muy bien ¿cuál es, entonces, la salida? ¿De qué alternativa dispone el Gobierno? ¿Qué opción tenemos como país? No hay, creo yo, ninguna otra estrategia realmente viable. Porque, inclusive si se legalizara el consumo de las sustancias, los criminales seguirían ahí. Ése, y no otro, es el problema. Ya existen y, con el permiso de ustedes, son ellos los que matan y los que cortan brutalmente cabezas. No es Calderón. ¿Podemos dejarlos donde están? No lo creo.

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