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La Crónica de Hoy

Los recorridos invariablemente a pie, con guardianes atentos pero que no agreden o empujan; desplazan a los incómodos con un suave valseo, sin ofender pero siempre atentos de la seguridad del jefe, del aspirante a La Silla.
En los mítines mira de frente a los asistentes, cuida poco o nada de los apuntes. Transmite sabiduría y confianza; hace gestos que reflejan decisión en las ofertas de campaña, promesas que nunca se cumplen.
Dispuesto al diálogo, celebra mesas de estudio sobre problemas campesinos, industriales, sociales, y también atiende regionales, de sectores, de grupos. Toma cuidadosa nota, esboza soluciones y, de nuevo, da respuestas que quedan en eso.
Las campañas transcurren siempre igual: con esperanzas de que “ahora sí” porque es el primer candidato presidencial que viene hasta acá. Nunca antes nos habían escuchado, se resolverán los problemas, se comprometió.
Pasa la gira proselitista, viene la elección y el ganador se encierra con su gente de confianza. Revisan, estudian cuidadosamente los resultados, pero no del periplo sino de lo que llaman, al estilo gringo, “el estado de la Nación”. De los compromisos, ya veremos, los más urgentes y que se ajusten a las usuales pretensiones de conservar el poder y ganar las elecciones siguientes, locales o federales.
En eso pasan tres años. El ya presidente no escucha, no dialoga con el pueblo, pero se exhibe con deportistas, con artistas, con toda laya de personajes populares con la intención, evidente, de jalar publicidad para su partido, para su causa.
A los tres años y tras engarzar una cadenilla de fracasos, errores y decisiones erróneas asumidas en la soledad de su oficina, empieza a trabajar para el bronce, para la historia y, principalmente para perpetuarse en el poder. No necesariamente seguir en el cargo, que lo intentaron otros, sino para que el sucesor garantice continuidad y, mejor, impunidad.
Ya no trabaja para la nación, sino para un grupo, el suyo, para su partido, comienzan los golpes bajos entre los que se creen dignos de la candidatura y los trabajos sucios, el espionaje, la difamación, los expedientes de culpas pasadas, de acusaciones no comprobadas y delitos que quedaron en el cajón de la olvidadiza justicia salen a la luz. Nadie se salva.
Comienza también la impúdica exhibición de obras, aún sin terminar, y se promueven reconocimientos dentro y fuera del país, mientras se viaja y se viaja el extranjero sin que se conozcan, jamás, los beneficios que tales excursiones, con familia al calce, puedan proporcionar al país. Así sea para ilustrar a gobernantes africanos que necesitan el consejo de un ponente ajeno.
Se cierra el círculo sexenal. No hay novedad ni sorpresa. Ni al menos un informe de lo que cuesta al contribuyente cada medalla, cada condecoración o cada honoris causa otorgada por dudosos centros de cultura o de educación superior. Se pagan, no hay duda.
Dice Milan Kundera de los que buscan el bronce, la inmortalidad, que “la cámara un buen día nos enseña su boca estirada en un triste gesto como lo único que recordamos de él, lo que nos queda de él como parábola de toda su vida. Entra en una inmortalidad que denominamos ridícula”.
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