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Profesor de Humanidades del ITESM-CCM
El Universal

Hay muchas razones por las cuales puede ocurrir esto. No hay que dejar de lado la animadversión que provoca el presidente Calderón, y que al momento de tomar posesión alcanzó niveles preocupantes. Tal vez por ello, varios comentaristas insisten en que la decisión de enfrentar a la delincuencia tiene como explicación principal un intento de legitimación de Calderón. Sin embargo, esta hipótesis se sostiene más de la animadversión que de la evidencia, como ya hemos comentado en otras ocasiones.
Pero abona también en la duda de muchas personas la ausencia de explicaciones gubernamentales. La mejor que tenemos se publicó apenas hace unas semanas, como un desplegado firmado por el presidente mismo, pero con más de 40 meses de retraso, y no es totalmente clara. Y, sin duda, el elemento más importante en la incertidumbre es una violencia que, en lugar de reducirse, sólo crece, prácticamente duplicando el número de muertos cada año.
Pero el origen del descreimiento va más allá de las deficiencias de la estrategia, de su comunicación, de las interpretaciones de los comentaristas o los medios. Los mexicanos no queremos creer en la lucha contra la delincuencia organizada por dos razones fundamentales. La primera es que no creemos en las reglas ni en su cumplimiento. Parte de los costos de no entrar en la modernidad es que no consideramos necesarias las reglas, porque no queremos que se nos apliquen a todos de la misma manera. O dicho de otra forma, no queremos aceptar que todos somos iguales. Por eso no hay manera de que tengamos un estado de derecho en México, y por eso mismo, la ley nos parece algo optativo. Y por eso a muchos les parece absurdo que el Presidente haya decidido usar la fuerza legítima del Estado para obligar al cumplimiento de la ley.
La segunda razón es que la delincuencia organizada todavía no golpea a los centros demográficos más importantes del país. Hasta hace muy pocos meses, prácticamente no ocurrían eventos espectaculares asociados a la delincuencia organizada en el DF, Estado de México, Puebla, Querétaro, Hidalgo, Tlaxcala, Puebla, Guanajuato, y sólo ocasionalmente en Morelos, Guerrero y Veracruz. Algo similar ocurría en el sur: Oaxaca, Chiapas, Tabasco, y la península de Yucatán entera. Y más de dos terceras partes de la población vive en esas regiones. Incluso en el norte del país, en donde la delincuencia organizada tiene una historia más larga, el modus vivendi propio de la corrupción y del rechazo a las reglas que hemos mencionado, había hecho pensar a muchos que se podía vivir con la delincuencia en la casa.
Pero la dinámica propia de los distintos grupos de la delincuencia fue elevando los niveles de violencia desde hace ya varios años, y fue borrando la poca autoridad de quienes se corrompieron con ellos, hasta dejar regiones enteras del país sin rastro del Estado. Y no es fácil imaginar lo que significa vivir en esa situación brutal.
No debemos engañarnos, la situación es muy grave. La insistencia de los mexicanos de vivir en un mundo sin reglas, lleno de grupos privilegiados que abusan unos de otros, siempre culpando a los demás de una sociedad que no funciona, nos llevan muy rápidamente a un precipicio. El fenómeno de la inseguridad no es independiente del problema económico ni éste puede entenderse por separado de la disfuncionalidad política.
En el fondo, todo surge de la incapacidad de aceptar esa modernidad que hace ya siglos transformó al resto del mundo. Pero esto no va a cambiar: seguiremos buscando culpables en los demás, seguiremos tratando de abusar de los demás, y terminaremos destruyendo el país de los demás, que es el nuestro.
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