julio 25, 2010

Metástasis

Pascal Beltrán del Río
Bitácora del director
Excélsior

La forma en que está evolucionando la crisis de seguridad pública que asuela el país se parece mucho al avance de un cáncer.

Del griego mετα (siguiente) y στασις (ubicación) -es decir, desplazamiento-, el término metástasis designa la propagación de un foco canceroso a un órgano distinto de aquel en que se inició.

La forma en que está evolucionando la crisis de seguridad pública que asuela el país se parece mucho al avance de un cáncer. Comenzó de manera localizada y ha ido ampliando su presencia. Era de una naturaleza concreta y ha explotado en muchos matices. Al principio mataba selectiva y esporádicamente, ahora masacra de forma cotidiana.

Siempre he pensado que esta crisis se parece más a una enfermedad que a una guerra. Me parece que el país no es un campo de batalla sino un paciente que se ha ido agravando conforme ha fallado el diagnóstico del mal que lo aqueja y, por tanto, como resultado de que la medicina administrada no ha sido la correcta.

El origen de la enfermedad es una insuficiencia del Estado de derecho. Probablemente comenzó cuando el presidente Plutarco Elías Calles permitió que su inspector de policía, el general Roberto Cruz, confundiera la persecución de los delitos con la represión de los opositores. Si se valía castigar a inocentes, también se valía exonerar a culpables. Al final, todo dependía de la lealtad política, no del imperio de la ley.

Ese sistema se volvería más sofisticado con la aparición del aparato político que dominó al país durante más de siete décadas. Sus creadores le dieron una fachada legalista igual que una electoral. En su interior, sin embargo, funcionaba con base en estímulos y contraprestaciones, y el uso certero de la mano dura cuando aquéllos no bastaban.

Su perduración consistió en ser una cosa pero parecer otra. En su derrumbe, nadie pensó que los arreglos informales requerirían de ser sustituidos. Y aunque la oposición al PRI peleaba formalmente por edificar un país de leyes y elegir un gobierno que las hiciera cumplir, durante el período de alternancia en Los Pinos se ha continuado con la tradición de privilegiar el cambalache político por encima de la legalidad.

Llevamos casi una década de gobiernos de signo panista y no se puede decir que el país sea más justo ni que se haya avanzado en el fortalecimiento del Estado de derecho. El PAN, partido fundado y dirigido por abogados, no se propuso que ese fuera el signo del cambio.

De ahí que no debe extrañarnos el poco respeto que los mexicanos sienten por las leyes y las instituciones.

En una ciudad liberal como Ámsterdam, hay que pedir permiso, con tres días de anticipación, para hacer una marcha. Los habitantes de aquella ciudad probablemente crean que es una buena idea vivir en orden, pero saben, además, que si no acatan esa disposición, se enfrentarán con el garrote de los policías antimotines.

En México, un sindicato recurre a la Suprema Corte para resolver un diferendo laboral. Si gana, sus simpatizantes hablarán maravillas de esa institución (porque la justicia en México siempre se observa a través del lente de la política). Sin embargo, si pierde, tomará las calles y destruirá lo mismo propiedad privada que bienes pagados con el dinero de los contribuyentes. ¿Por qué? Porque no pasa nada, porque muy pocos creen en la ley y la autoridad no la aplicará porque no es políticamente redituable.

¿Cuánto tiempo más pensábamos que podíamos vivir en paz sin sentirnos todos obligados a cumplir con la ley?

El desprecio que la mayoría de los mexicanos siente por el cumplimiento de la legalidad es un sentimiento aprendido. Se aprende de las autoridades, que, en lugar de aplicar las leyes, recurren al arreglo político y se preocupan sobre todo por cómo les irá en la próxima encuesta y cómo le irá a su partido en la siguiente elección.

Sobre ese desprecio de la ley avanza el crimen organizado, como fuego en pasto seco. Avanza como células cancerosas que hacen metástasis en un cuerpo que no puede hacerle frente. Avanza porque la autoridad insiste en tratarlo como un enemigo externo, que desembarcó en nuestras playas una madrugada, y no un síntoma de nuestro desdén por la legalidad.

Poco a poco, el crimen organizado avanza sobre las células sanas de nuestra sociedad: después de controlar la llamada economía informal (¿quién duda que él controle la piratería?), ahora incursiona en la economía formal, donde aprovecha las redes de distribución de las empresas, como publicó Excélsior la semana pasada.

En su avance, el crimen organizado obliga a recortar el calendario escolar (como ya sucedió en Nayarit), cancela la vida nocturna (Coahuila y Morelos), provoca estampidas en espectáculos públicos deportivos y musicales (Tamaulipas), obliga a familias enteras a abandonar sus casas para refugiarse en cuevas (Chihuahua).

El crimen organizado también interrumpe la entrega de fondos provenientes de los programas gubernamentales de asistencia (como ha ocurrido en Durango); provoca pérdidas millonarias en Pemex, la fuente principal de financiamiento del país; crea la necesidad de atender miles de casos de urgencia en instituciones públicas de salud, a donde llegan los heridos de bala, y aplica sus propios impuestos mediante la extorsión.

El crimen organizado ya no sólo está en unos cuantos municipios, de un puñado de estados, sino que ha ampliado su presencia en buena parte del país. Nayarit, Baja California Sur, Zacatecas, Morelos, San Luis Potosí, Tabasco y la zona conurbada de la capital de la República son algunos lugares que no aparecían hasta hace algunos años en el mapa de las actividades de los cárteles y ahora sí están.

Tampoco se dedica nada más al tráfico de drogas, sino a varios giros ilegales y, como decía, comienza a asomarse en la economía formal.

Las ejecuciones que se multiplican por varios rumbos del país no pueden ser vistas como un simple marcador del ajuste de cuentas de los cárteles sino empiezan a incluir de modo significativo a la población inocente.

Por eso, aunque es indudable que la capacidad de fuego ganada de los criminales necesita una respuesta a tono, no puede esperarse que una enfermedad social como la que representa la delincuencia organizada se combata sólo con movilizaciones de policías y soldados.

Algunos miembros de la clase política han propuesto un examen de la situación y la búsqueda de acuerdos para enfrentar al crimen mediante métodos más integrales.

Tan negativo sería que estos llamados tengan como propósito exhibir al gobierno federal y anotarse puntos políticos, como que éste se cierre a escuchar propuestas constructivas.

La metástasis que representa el avance de la delincuencia requiere de un pacto de las fuerzas políticas, con altura de miras, que será imposible si el PRI llega al próximo período de sesiones del Congreso con ganas de cobrarse los agravios de la pasada temporada electoral y si el PAN piensa que le basta su nuevo aliado, el PRD, para quebrar la voluntad de los priistas.

El período de sesiones que comienza en septiembre, lleno de obligaciones como la aprobación del presupuesto para 2011, es también una de las últimas oportunidades que tiene el país para comenzar a poner remedio al cáncer que lo invade y no llegar desahuciado a 2012.

No hay comentarios.: