Internacionalista
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El Universal

La lenta respuesta gubernamental asombró a propios y extraños, no solo por el aparente pasmo de las autoridades (que no de los miles de rescatistas y empleados de gobierno que desde el primer momento reaccionaron como mejor pudieron) sino porque el mito del control y la omnipresencia del aparato del Estado cayó como uno más de los edificios del centro de la capital mexicana. Mientras que las ambulancias y los vehículos particulares iban y venían transportando heridos, herramientas y víveres, el gobierno se debatía entre aceptar o no la ayuda extranjera, organizaba sobrevuelos en helicóptero para un presidente de la República que solo cimbraban las estructuras que seguían en pie y ponían en peligro a víctimas y rescatistas, y reforzaba la sospecha que para entonces ya era certeza de que al régimen le faltaban manos, talento y sobre todo tamaños para enfrentar una crisis de la magnitud de la que había arrasado con buena parte de la Ciudad de México.
El sismo que la sacudió cimbró también las estructuras cívico-políticas de un país que batallaba ya para encontrar una salida al nudo ciego de la estabilidad a toda costa que había impuesto a lo largo de décadas el régimen priista y que de alguna manera se justificaba bajo el pretexto de la eficacia, del poderío y la capacidad del gobierno para atender los principales retos nacionales. Si bien ese mito ya estaba desgastado tras las sucesivas crisis financieras de fin de sexenio de Echeverría en 1976 y de Lopez Portillo en 1982, fue más notoria su incapacidad para atender lo que era sí un desastre natural, pero también un asunto en el que de cualquier autoridad se espera ver que se agrande frente a la adversidad, cosa que claramente no sucedió, y que la gente por todos lados notó.
Y fue así como se comenzó a escribir una de las páginas más relevantes de la sociedad mexicana en tiempos recientes, la del momento en que por necesidad, ante el vacío de autoridad y de autoridades, los ciudadanos, los jóvenes y hasta los niños tomaron su propio destino en sus manos, se encargaron de tareas de rescate, de acopio y distribución de alimentos, ropa y medicinas, armaron sus campamentos de ayuda primero y de supervivencia después, sacaron a sobrevivientes de los escombros tras haber removido una a una, en largas cadenas humanas, las piedras que los tenían atrapados, de la misma manera en que, inconscientemente al principio, levantaban una a una las lozas del paternalismo gubernamental y de la pasividad ciudadana que hasta entonces eran el sello de nuestro país.
No se estilaba en ese tiempo en México hablar de la sociedad civil, pero fue sin duda ahí donde se forjó un ánimo, un espíritu de participación social y de corresponsabilidad ciudadana que poco antes estaba tal vez latente, pero que no se observaba más allá de casos aislados, casi individuales, que rayaban en lo heroico, así como fue heroica la respuesta de la sociedad mexicana en un momento que auténticamente puso a prueba no solo al gobierno, sino al país todo.
No creo exagerado afirmar que es el 19 de septiembre de 1985 cuando se plantan las semillas de lo que vendría a ser la rebelión de los votantes en 1988 que estuvo a un tris de acabar con la hegemonía electoral del PRI y que demostró que el coloso no solo era ineficiente en sus tareas de gobierno: más importante aún, era vulnerable en las urnas con todo y sus malas prácticas de entonces. A partir de ahí, el sistema de partido casi único estaba herido de muerte.
Hoy, en medio de las celebraciones y las lamentaciones del Bicentenario, agobiados como estamos todos por la violencia que sacude diariamente al país, conviene que regresemos la mirada un poco al pasado reciente, a ese en el que todo parecía condenado por siempre a permanecer igual, y que se transformó en la nación democrática, plural y vibrante que es hoy México. Con problemas enormes, con grandes rezagos y retos, pero sin duda un país mejor que el que éramos hace apenas un cuarto de siglo.
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