septiembre 26, 2010

Profundamente desencantados de la democracia

Román Revueltas Retes
revueltas@mac.com
La Semana de Román Revueltas Retes
Milenio

Luego de dos siglos, algo menos, de vida republicana, México es un país formalmente democrático: se celebran elecciones libres, hay alternancia en el poder, tres distintos partidos políticos gobiernan en diferentes puntos del territorio, etcétera, etcétera. Pero esta realidad no contenta a los mexicanos: para muchos de ellos, la democracia es un asunto vagamente menor y no significa, como uno pudiera esperar, una condición irrenunciable para el ejercicio de la vida pública. Es más, un número significativo de personas se acomoda perfectamente a la idea de un régimen autoritario. Con tal de que se resuelvan los problemas, esto es. Pareciera, justamente, que el actual sistema no sirve para arreglar las cosas y de ahí a desear que la varita mágica del totalitarismo se encargue de ponerlo todo en orden no hay más que un paso. La nostalgia de la “dictadura perfecta”, por lo visto, no registra la existencia de dos personajes, Echeverría y López Portillo, que llevaron al país a la ruina. No nos sentimos tampoco herederos del nefasto corporativismo instaurado por el llamado régimen de la Revolución mexicana ni queremos tampoco atribuirle la autoría de prácticas como la corrupción, el burocratismo extorsionador y el sindicalismo charro. No. Todo esto se apareció, mira tú, por generación espontánea.

Ahora bien, no le falta razón a quienes cuestionan la colosal ineficacia del aparato político. Lo primero que podemos constatar, aquí en México, es que nuestra democracia no ha servido para generar bienes públicos: no propicia un buen crecimiento económico, no garantiza servicios adecuados y derechos efectivos a los ciudadanos de a pie y, peor aún, no asegura siquiera que los mexicanos tengamos seguridad y justicia. En términos prácticos, no funciona. No sirve. ¿Para qué la queremos?

No es menor el riesgo que entraña esta apreciación. Porque, una vez que se desconoce el valor supremo de los principios democráticos, entonces se abre la puerta para que el caudillo déspota se cuele y ponga las patas en la mesa. La tentación autoritaria está siempre ahí y, en el mundo real, la comparten tanto Berlusconi como Chávez, Evo Morales, el tenebroso líder de Irán y la pareja presidencial argentina, por no hablar de los auténticos dictadores de Cuba y Corea del Norte.

¿Qué queremos, un Inegi a modo que maquille los resultados de la inflación, una abierta persecución del poder para acallar las voces opositoras, un Banco Central al servicio del señor presidente, una nueva casta de politicastros impunes protegidos por el jefe máximo, un mandatario que no le rinda cuentas a nadie y se ponga a dilapidar criminalmente los recursos de la nación en armamento inútil, un Congreso avasallado por la figura presidencial donde se apruebe al vapor cualquier ocurrencia del mandamás, una prensa obsequiosa que no informe y que no critique…? Todo esto ocurre, en mayor o menor grado, donde se han eliminado las trabas y los candados que el sistema democrático impone a la actuación de los gobernantes. El problema es que, en México, esas limitaciones se han convertido en un recurso instantáneo a disposición de los opositores para practicar el más descarnado obstruccionismo. Y así, casi nadie puede hacer lo que quisiera hacer: a Ebrard le hacen falta 12 mil millones de pesos para dar el mantenimiento que necesita la capital: pues, la Federación le suelta 4 mil y muchas gracias. Hacienda requiere de impuestos para solventar la crónica estrechez de las finanzas públicas: el PRI responde con la amenaza de recortar el IVA. No hablemos ya de una auténtica reforma fiscal o laboral o energética. El signo de la democracia mexicana es un NO gigantesco. ¿Policía Nacional? No. ¿IVA universal reducido a 10 por cien? No. ¿Rediseño institucional? No. ¿Inversión privada en Petrobras, que diga, en Pemex? No. ¿Aeropuerto en Atenco? No. ¿Presa en La Parota? No. ¿Tratado de Libre Comercio de América del Norte? Bueno, lo acordó Salinas, cuando todavía se podían hacer trasformaciones de fondo en este país. Hoy, sería punto menos que imposible.

Estamos hablando, justamente, del gran reto de la democracia mexicana: preservar, como sistema, los valores de la sociedad abierta y, al mismo tiempo, lograr la generación de bienes públicos. Hasta ahora, somos formalmente democráticos pero el sistema no nos resulta beneficioso a los ciudadanos. Esta disyuntiva, creo yo, es el problema más grave que afronta México de cara al futuro.

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