Licenciado en Historia, Derecho, Literatura Inglesa y graduado en Periodismo
El País

La ley boliviana, promulgada el pasado viernes, contiene dos artículos que pueden servir tanto para un barrido como para un fregado. El 16 establece que los medios que divulguen ideas racistas y discriminatorias sufrirán sanciones económicas o suspensión de funcionamiento; y el 23 castiga a penas de uno a cinco años de cárcel por restringir, anular, menoscabar o impedir el ejercicio de derechos individuales por motivos de raza, origen, color y ascendencia, mencionando como sujetos de esa discriminación a los pueblos originarios -indígenas- y afrobolivianos, y contemplándolos en situaciones como el uso de la vestimenta tradicional o de su idioma particular. Por eso existe un Ministerio de Culturas, en plural, y el país ha sido rebautizado como Estado plurinacional de Bolivia. Es innegable que los indígenas han sido objeto de una discriminación de hecho, si no siempre de derecho, durante los 500 años que van de la conquista española, pasando por los primeros 184 años de independencia, hasta la elección de Evo Morales a la presidencia en 2005, y, al parecer, no se concibe por ello que blancos o criollos puedan ser objeto de discriminación, porque no se los menciona como ciudadanos cuyos derechos haya que proteger.
El poder asegura que los temores que ha suscitado la ley -de casi todos los empresarios de prensa y la práctica totalidad de los periodistas- se disiparán con la aprobación en el plazo de 90 días de los reglamentos para su aplicación, y que su redacción se debatirá en consulta con los profesionales. Pero cuesta imaginar a qué extremos debería llegar la casuística para delimitar todos los casos en que haya discriminación o racismo, al tiempo que la sola existencia de esa espada de Damocles puede inducir a los medios a una grave autocensura. La oposición, que anima la sucinta minoría criolla, pero en la que tampoco faltan indígenas y mestizos occidentalizados, ha iniciado por ello la recogida de 303.567 firmas, equivalentes al 6% de un padrón electoral de algo más de cinco millones de votantes, para celebrar un referéndum con que derogar la norma entregándose, así, a las mismas pasiones excluyentes que el Gobierno: la fuerza irrestricta del voto.
Morales, elegido en 2005 con un 54% de sufragios, fue reelegido en diciembre pasado con una cuota que se aupaba al 64%. En febrero de este año se aprobaba una ley transitoria por la que en 2011 los miembros del poder judicial serán elegidos popularmente, de forma que mientras el presidente mantenga esos altísimos índices de aprobación podrá inflar la judicatura con magistrados afines. En junio se aprobaba la ley de la justicia indígena, que establecía un ordenamiento paralelo al occidental, cuyos límites y competencias están, como en el caso de la ley contra el racismo, a la espera de otro texto que deslinde lo que hoy es una inextricable maraña legal. Todas esas normas constituyen un auténtico obús legislativo con el que Morales cuenta para reinventar el país.
La ley promulgada el pasado día 8 no puede ser más teóricamente inatacable. ¿Quién osaría defender el racismo? El problema consiste en definir cuándo se pasa de pensamiento -que no delinque- a obra. Por eso, el reglamento abriga la posibilidad de que no haya conculcación de un ordenamiento jurídico, no ya occidental, sino universal. Por llamar "indio de mierda" o "blanco de mierda" nadie va a la cárcel en un país democrático, pero haría bien la sociedad en aislar y afear prácticamente la conducta de quienes así se comportan. El voto no puede servir para limitar por razones políticas la libertad de expresión. Por muchas que sean las injusticias a corregir.
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