octubre 04, 2010

Postaniversario y autocrítica

Agustín Basave
abasave@prodigy.net.mx
Director de Posgrado de la Universidad Iberoamericana
Excélsior

Es una sana tradición otorgar a toda persona un día o dos al año para apapacharla, olvidar sus defectos, perdonarle sus errores y tratarla como si fuera impoluta. Pero todavía más saludable sería que 24 horas después la festejada aprovechara la pausa para reconocer con toda crudeza sus deficiencias y yerros.

Permítaseme una reiteración. Los símbolos son reales y la realidad es simbólica. Quizá las cosas ocurran porque sí, sin orden ni patrón preestablecido, pero sin duda tienen una implicación. Se trata de un mensaje encriptado que trasciende su significado primario y produce representaciones distintas al hecho en sí mismo. Es allí donde surgen preocupaciones antiutilitarias por la armonía, la simetría, los ciclos. Sea por superstición o para superar el inmediatismo cognoscitivo, todos visitamos en el reino del simbolismo en que habitan los aniversarios. Y lo hacemos con la irracionalidad a cuestas. ¿Por qué le damos más importancia a 50 años que a 51 o privilegiamos al número 100 por encima del 107? ¿Qué nos empuja a aumentar la parafernalia cada década y a gritar con épica sordina que las centenas son impecables y diamantinas? ¿Qué tienen los números redondos en el sistema decimal que nos mueven a conmemorar con más ahínco y vehemencia? En buena lógica, nada, pero es evidente que hay algo que los hace más significativos, y que ese algo acaba trascendiendo el convencionalismo.

Los cumpleaños y los santos son ocasiones de celebración, y más cuando caen en esas cifras mágicas. Es una sana tradición otorgar a toda persona un día o dos al año para apapacharla, para olvidar sus defectos, perdonarle sus errores y tratarla como si fuera grandiosa e impoluta. Pero todavía más saludable sería que 24 horas después la festejada ejerciera un postaniversario. Que aprovechara la pausa para reconocer con toda crudeza sus deficiencias y yerros: relajada por la parranda de la jornada previa, revitalizada por el amor y fortalecida por la autoestima, podría entregarse a la introspección realista y aun despiadada. Empalagada por los edulcorantes de felicitaciones, halagos y buenos deseos, estaría en posibilidad de verse en el espejo y cuestionarse a sí misma. Así sería capaz de convertirse en un mejor ser humano para su propio bien y para el de los demás.

Ahora la festejada es nuestra nación. Yo diría, con base en mi tesis de que la Independencia parió un proyecto bajo el cual la bautizaron y la Revolución vio nacer a nuestra conciencia nacional como pueblo, que acaba de conmemorar su bicentésimo santo y va por su centésimo cumpleaños. No hablo de nuestra patria, hablo de nuestra nación. Es decir, de esa urdimbre de subjetividades que crea una objetividad, de esa suma de las autopercepciones individuales de los mexicanos que le da cohesión a México. Y es que, si fue a partir de la gesta de 1910 que las masas y no sólo las élites empezaron a sentirse parte de este país, entonces nuestra nacionalidad data de principios del siglo pasado. Pero se esté o no de acuerdo con mi metáfora, lo cierto es que estamos en el mes intermedio, a horcajadas entre los festejos de septiembre y de noviembre, y que es hora de realizar un acto de contrición. Si las potencias se someten periódicamente al arrepentimiento y la enmienda, ¿por qué no habríamos de hacerlo nosotros? Distamos muchísimo de estar en un lecho de rosas. Tenemos demasiadas carencias y rezagos, nos zahieren la corrupción y las desigualdades. Propiciemos pues la autocrítica descarnada y busquemos soluciones a nuestros males. Aunque nos duela.

Podemos dejar las cosas como están, ciertamente. Seguir engañándonos a nosotros mismos y haciéndonos de la vista gorda. Aquí no pasa nada, vivimos tiempos difíciles pero saldremos adelante, porque México es más grande que sus problemas. Lo malo es que venimos diciendo eso desde hace dos siglos y continuamos dando tumbos de crisis en crisis. Y ahora hay que agregar un flagelo que si bien no es nuevo sí se manifiesta con una virulencia inusitada. Me refiero a la violencia del crimen organizado, que junto con la subcultura de la transa y la miseria completa nuestro coctel molotov. Podemos arrastrar los pies, movernos lentamente hacia adelante, caminar a duras penas en dirección a la luz que se ve al fin del túnel con la esperanza de que sea la salida y no otro tren que se nos echa encima. Pero no creo que ése sea un propósito digno de nuestro bicentenario y de nuestro centenario. Si nos comparáramos con los países desarrollados concluiríamos que llevamos demasiados años administrando la mediocridad. ¿No deberíamos aspirar a superar la corrupción rampante, a que todos los mexicanos viviéramos con bienestar y dignidad?

Ya pasó la fiesta, y antes de que venga la próxima vale la pena hacer el ejercicio del postaniversario. Para eso debe servirnos el simbolismo de estas fechas centenarias. ¿Qué país queremos para nuestros hijos y nuestros nietos? ¿Nos vamos a conformar con lo que tenemos o vamos a pugnar por una profunda transformación de la parte enferma de nuestra idiosincrasia, por un verdadero renacimiento? Yo digo que si no hacemos un diagnóstico realista y una prescripción ambiciosa México acabará estallándonos en las manos o desvaneciéndose poco a poco en la bruma de la insignificancia.

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