Reforma

Por eso, no debe extrañar su inmersión literaria en la Amazonia para encontrar a ese "hablador" que en un claro de la selva cuenta a sus compañeros las más expresivas leyendas. Esa voz ofrece algo más a la coexistencia precaria y primitiva: un sentido de pertenencia, un lazo con el pasado, un mundo diferente al material (El hablador). Y puede verse como el primer eslabón civilizatorio que acabará desembocando en el oficio y arte literarios.
Vargas Llosa es el narrador de la tribu a la que guía por diferentes territorios. Lo mismo puede recrear el enfrentamiento entre dos matrices civilizatorias opuestas -con sus respectivas constelaciones de tipos humanos- (La guerra del fin del mundo), que la jocosa experiencia de un funcionario militar cuya encomienda es la de surtir de prostitutas a los soldados (Pantaleón y las visitadoras). De hurgar en el mundo de la izquierda la pasión enajenada en los márgenes de la política, lo que emparenta a sus grupúsculos con la iglesia y el ejército, en tanto comunidades en la fe y estructuras jerárquicas rígidas y verticales (La historia de Mayta), que en los mecanismos del terror durante la dictadura de Trujillo, la resistencia a los mismos y las habilidades camaleónicas del que se convertiría en el (casi) presidente perpetuo, Joaquín Balaguer (La fiesta del chivo).
De su obra literaria, diversa, compleja, pero diáfana y entrañable, bien se podría decir lo que él escribió sobre Los miserables de Víctor Hugo: "debido a su naturaleza torrencial, émula del vértigo de la vida", logrando "no un retrato fidedigno sino una recreación de la vida tan infiel como persuasiva, no una reproducción de lo real sino una transgresión de la realidad que se nos impone como cierta por su poder de convicción, no la vida sino esa ilusión turbadora que es una novela lograda... gracias a la cual la vida verdadera se hace más comprensible y más ambigua, a veces más soportable y a veces más insoportable" (La tentación de lo imposible).
Sus novelas expresan una pulsión, una idea, que intenta y logra acercarse a la complejidad de la vida social: "no todos los valores son necesariamente compatibles". Por el contrario, se expresan invariablemente en tensión y en ocasiones se vuelven contradictorios. Esa idea, esa visión, asentada por sus lecturas de Isaiah Berlin, le permite no sólo apartarse de la literatura panfletaria (aquella que coloca todas las virtudes en un hombre, grupo, movimiento), sino construir universos en los cuales las más virtuosas intenciones se convierten en las más sórdidas realidades. Como en La casa verde, donde los esfuerzos de las monjas por educar a las indígenas son la puerta de entrada a la prostitución.
Como ensayista Vargas Llosa es de una pulcritud poco común. Se puede estar o no de acuerdo con sus elaboraciones pero no se le puede escatimar transparencia y rigor lógico en sus exposiciones. Ajeno a las fórmulas oscuras y a los desarrollos sobrecargados, su prosa es de una nitidez sólo posible por la claridad y orden de sus ideas (Contra viento y marea, Diccionario del amante de América Latina).
Se trata de un liberal capaz de defender con elocuencia y maestría la expansión de las libertades individuales frente a la tradición, la iglesia o los resortes conservadores; no así de comprender las garantías sociales que pueden hacer más digna y armónica la vida, por transportar esos mismos valores a la esfera de la conducción de la economía y los problemas sociales. Ha sido implacable al desmontar los sofismas en los que se apoyan o se han apoyado las dictaduras de izquierda o derecha, sus auténticas bestias negras. Y ha ayudado a revalorar los imprescindibles compromisos con las libertades si es que se aspira a una convivencia medianamente aceptable (Sables y utopías, Desafíos a la libertad).
Su tenacidad y maestría han edificado una de las obras más extraordinarias y seductoras, hasta convertirse en parte de la vida de varias generaciones de lectores.
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