julio 25, 2010

'Miedosos que vendan' por Paco Calderón



Este avión se desploma

Víctor Beltri
Politólogo
contacto@victorbeltri.com
twitter.com/vbeltri
Excélsior

El capitán debe poner atención en lo que es, en realidad, urgente: salvar la nave a como dé lugar.

La escena es terrorífica. En la cabina de un avión, uno a uno comienzan a encenderse los indicadores de que algo anda mal. Se pierde la potencia; un motor se incendia; hay un problema con el combustible. La nave comienza a caer, a desplomarse como piedra hacia el océano. El copiloto; el navegante; el ingeniero de vuelo; incluso los sobrecargos, comienzan a gritar tratando de llamar la atención del capitán: tratando de convencerle de que haga algo, de que atienda, antes que nada, el incidente que cada uno de ellos le señala. El capitán debe de decidir qué solucionar primero. ¿Las turbinas, como dice el copiloto? ¿Los alerones, según el navegante? ¿Los sistemas eléctricos? ¿Los hidráulicos? ¿Qué hacer?

En una situación así, tratar de solucionar uno solo de estos problemas le tomaría al capitán el tiempo del que no dispone. El avión está cayendo. Y resolverlos todos sería prácticamente imposible. Es en estos momentos cuando el capitán debe de poner atención en lo que es, en realidad, urgente: salvar la nave a como dé lugar. Recordar lo que aprendió en la escuela de aviación y estabilizarla, con los recursos que tiene a la mano. Aunque no funcione la computadora. Aunque una turbina esté apagada. Aunque su tripulación esté paralizada por el miedo.

¿Cuántos aviones están cayendo, en este momento, en México? Los tres partidos principales enfrentan problemas, y circunstancias, que si no son resueltos a tiempo podrían comprometer su razón de ser: el PAN, aquejado por una falta de liderazgo y de identidad propia, que lo ha transformado en aquello que siempre combatió. El PRD, envuelto, como siempre, en la lucha intestina y los cacicazgos ejercidos a través de tribus. El PRI que, al parecer, vivirá un choque de locomotoras en el momento de designar la candidatura presidencial. El árbitro electoral, que tras la reforma de 2007 es un ente que no sirve en realidad a nadie. Los tres poderes de la Federación, cuya credibilidad es constantemente cuestionada.

Ha llegado el momento de que los capitanes de cada uno de los aviones que se desploman se cuestione la viabilidad de su proyecto. ¿Es el PAN, realmente, el partido que los panistas desean para gobernar desde el humanismo? Castillo Peraza murió hace 10 años, y se quedó sin ideólogo. ¿A dónde van ahora? ¿Quién fija el rumbo? ¿El PRD es un partido de izquierda moderna, o un refugio de antiguos priistas? Han pasado más de 40 años del 68, y no ha sido capaz de generar liderazgo por ideología, sino por personajes. Y proponer lucha de clases en el siglo XXI es absurdo. El PRI, ¿quiere regresar al poder para volver a las prácticas monolíticas? ¿No se han dado cuenta de que no somos el mismo país que gobernaron durante 70 años? ¿Alguien confía en la labor de diputados y senadores? Basta con ver las encuestas. ¿La Suprema Corte tiene un compromiso real con la justicia? ¿El Ejecutivo, entiende a cabalidad el contexto nacional, y sabe a dónde quiere llevar el país?

Porque, con un PAN autócrata, que apenas comienza con la cacería de brujas; un PRD débil y sujeto a los designios de López Obrador; y un PRI que ha perdido lo que tuvo de modernidad entre 1994 y el 2000, no podemos esperar que la ciudadanía salga, en 2012, alegremente, a elegir entre propuestas que no existen. Si las cosas siguen así, será una votación del miedo. Del resentimiento. Del rencor. De la división. Y en las circunstancias actuales, no podemos volver a permitirlo. En el 2006, México voto con miedo, por una estrategia electoral planteada con pocos escrúpulos. En 2012, votar con miedo, fundado y producto de la falta de propuestas, y de visión, de unos cuantos, sería imperdonable. Otro sexenio perdido, y las consecuencias inimaginables. El avión, entonces, se habría estrellado.

Bicentenario: la cuenta regresiva

Enrique Krauze
Reforma

Este año de 2010, todos lo sabemos, tiene una doble significación: coinciden el Bicentenario del inicio de la Guerra de Independencia y el Centenario del comienzo de la Revolución. Pero en el ambiente flota una duda legítima: ¿debemos festejar, celebrar o únicamente conmemorar? Las tres son voces latinas. Festejar, la más pagana de las tres, es celebrar por todo lo alto, con vino y música, como hacían los romanos con sus Césares. Celebrar tiene en el origen una acepción religiosa, por ejemplo en la misa: es un acto más bien solemne y público de reverencia o veneración. En cambio, conmemorar supone una acción modesta, casi neutra: es el simple acto de recordación.

Hace exactamente cien años, Porfirio Díaz no tuvo necesidad de consultar el diccionario: sus partidarios conmemoraron, celebraron, festejaron, todo al mismo tiempo. México cumplía cien años, Porfirio ochenta, y en homenaje a ambas biografías entreveradas el régimen decidió echar la casa por la ventana invitando a embajadores y enviados plenipotenciarios de más de una veintena de países para dar cuenta del progreso, el orden y la paz alcanzados por un país que, durante la primera mitad del siglo XIX, había sido el penoso teatro de pronunciamientos, guerras y revoluciones. En septiembre de 1910, la ciudad capital y las de provincia fueron escenario ininterrumpido de discursos, develaciones, comidas, inauguraciones de obras públicas, desfiles, veladas, conferencias, conciertos, congresos, concursos. Nadie faltó a la cita: España devolvió las prendas de Morelos; China y el Imperio Turco Otomano regalaron relojes que milagrosamente se preservan; Alemania develó una estatua de Humboldt, y el enviado de Estados Unidos celebró en Díaz al "héroe de la Paz". Se vivía la Belle Époque. Fue la apoteosis.

Sabemos lo que pasó poco después. Los fuegos de artificio de las Fiestas del Centenario dieron paso a los fuegos de metralla de la Revolución Mexicana, fuegos que no se apagaron definitivamente sino hasta veinte años más tarde. Ha transcurrido un siglo. Nuestro tiempo tiene algunos aspectos positivos pero nadie se atrevería a calificarlo como una Belle Époque. Y es tal el cúmulo de problemas antiguos y nuevos (la pobreza, la desigualdad, la criminalidad, el tráfico de drogas, el deterioro ambiental) que celebrar o festejar se antoja casi inmoral. En su fatalismo, algunos en México han esperado que en 2010 ocurra -como cada cien años- una nueva revolución. Seguramente no ocurrirá. La historia no obedece a ningún libreto.

Pero el hecho es claro: no hay apoteosis posible en 2010. ¿Debemos lamentarlo? Por el contrario. Hemos perdido la unanimidad pero hemos ganado la pluralidad, y la pluralidad es más propia de la democracia. Por eso no habrá un solo Bicentenario: habrá muchos Bicentenarios.

En el marco de esa pluralidad, el Gobierno Federal tiene la enorme responsabilidad de encontrar (¡a estas alturas!) el perfil y el tono adecuados para las fiestas que organice. La comunicación hasta ahora ha sido desastrosa. Si bien se han tomado iniciativas meritorias que la crítica interesada nunca reconocerá (varias exposiciones, programas audiovisuales, reparto masivo de libros, digitalización de obras importantes, acopio de "historias de familia", etc.), aun éstas se han comunicado muy mal. Y al mismo tiempo se ha incurrido en torpezas, fruto de la impreparación y la improvisación. Un error que me parece evidente es el contenido general de varios instrumentos de divulgación histórica (cursos, cápsulas, carteles, etc...). Confunden la biografía con el culto trillado, sentimental y anecdótico de "los héroes". No concuerdan siquiera con los libros de texto actuales. Y tampoco concuerdan con el sentido del lema que invita a conmemorar lo construido en dos siglos, no sólo lo acontecido en dos fechas.

Desde 2007 sugerí que la conmemoración se dividiera en dos: obras perdurables en torno a la Independencia, discusiones abiertas y plurales en torno a la Revolución. "Discutamos México" ha logrado lo segundo. Pero no veo (y creo que el público tampoco ve) dónde está la obra que va a quedar para las generaciones. Es necesario que el gobierno explique, sobre todo en la radio y la televisión, lo que se ha hecho, lo que se hará y dejará de hacer. Y abrirse a la crítica. Exactamente lo mismo cabe pedirle al Gobierno del D.F., a los gobiernos de los estados y a las instituciones académicas.

Más allá de las obras y las discusiones (que deberían ser lo central), persiste la duda: ¿festejar, celebrar, conmemorar? Yo me inclino por el justo medio: celebrar, sí, pero con medida. Los carros alegóricos son una tradición, serán muy vistosos y aplaudidos. Y varios espectáculos que han probado su eficacia merecen también formar parte de los festejos del 15 y 16. Pero sería un error tirar la casa por la ventana en montajes muy costosos que durarán dos días, más aún si tienen como escenario único la capital.

Con esas salvedades, las cosas, a fin de cuentas, pueden salir razonablemente bien. A pesar del desánimo nacional, tendremos una oferta plural de visiones de la historia, guardaremos alguna obra perdurable, daremos una vez más el Grito, veremos el desfile y por un momento fugaz sabremos lo que significa ese valor tan escaso y tan preciado en estos tiempos: la fraternidad.

Ahora resulta que el SME es muy bueno

Alvaro Cueva
alvarocueva@milenio.com
Ojo por ojo
Milenio

A ver, a ver. No entendí. Hasta donde yo me había quedado, los señores del Sindicato Mexicano de Electricistas (SME) eran unos haraganes cuya única gracia en la vida era chupar una inmensa fortuna del presupuesto público.

Luz y Fuerza del Centro (LFC) era la cosa más ineficiente del mundo, algo totalmente prescindible.

Y esa gente era tan traicionera que, a través de las más sucias conspiraciones, se la pasaba boicoteando la distribución de electricidad en la capital del país.

Pero no sólo traicionera, chantajista. Los ex trabajadores de LFC se la pasaron haciendo marchas por donde quisieron, tomaron el Zócalo de la Ciudad de México y pusieron a varios de sus representantes en huelga de hambre para llamar la atención de la autoridad.

Por lo mismo, Felipe Calderón era un héroe, un presidente hipervaliente que se había atrevido a entrarle a uno de los peores conflictos que el gobierno venía arrastrando desde hace mucho tiempo: el sindicalismo.

Esto era un acontecimiento histórico, el principio de un gran cambio, una llamada de atención para el resto de los sindicatos y una oportunidad de oro para tomar esa fortuna que el SME mal administraba y dársela a los pobres a través de programas de salud, educación y vivienda.

Acuérdese de todo lo que se dijo en aquel momento, desde los despilfarros y las extravagancias del SME hasta que los sindicatos de Pemex y maestros tenían que poner sus barbas a remojar.

Aunque la oposición jamás estuvo de acuerdo, el SME era malo y el Presidente, bueno.

Y a las pruebas me remito: quienes fuimos usuarios de LFC estábamos hartos de sus malos tratos, de su mal servicio y de una larga lista de irregularidades.

Bueno, pues ahora resulta que el gobierno negoció con los señores del SME, que reconoció su movimiento, que les va a poner una mesa “de alto nivel” y que contratará a sus trabajadores.

O sea que todo lo que se hizo y que todo lo que se dijo ni sirvió de nada ni era de verdad, y que todo es como en las alianzas electorales: negociable siempre y cuando sirva para hacer pedazos al enemigo.

La bronca es que aquí ni a usted ni a mí nos queda claro quién es el enemigo, que estamos hablando de un servicio que a todos nos afecta y que no estamos en elecciones.

Algo raro está pasando y los mensajes que se le están mandando a la ciudadanía son de armas tomar.

¿Qué significa esta negociación? ¿Que Felipe Calderón está reconociendo que hizo mal al extinguir la compañía de Luz y Fuerza del Centro? ¿Que el Presidente de la República está aceptando que no lo hizo bien?

¿Cómo podemos confiar en un líder que un año hace una cosa y al siguiente, otra completamente diferente? ¿Qué clase de autoridad es ésa? ¿Hacia dónde nos va a llevar una cabeza así?

¿Y la gente del SME? ¿Entonces sí era eficiente? ¿Entonces su trabajo sí era de clase mundial? ¿Entonces el servicio que prestaba era el que nos merecíamos?

¿Esto quiere decir que el gobierno los va a recontratar a pesar de que sabía que estas personas eran las que estaban boicoteando la distribución de electricidad en la Ciudad de México?

¿O que las va a recontratar porque los trabajadores de la Comisión Federal de Electricidad son unos ineptos que jamás pudieron hacer bien su trabajo en el centro de la nación?

¿Esto significa que sí vale la pena hacer marchas, tomar el Zócalo y ponerse en huelga de hambre?

¿Que los sindicatos siguen siendo tan fuertes como siempre y que nadie, ni el mismísimo Presidente de la República, se puede meter con ellos?

¿Y el dinero que se supone que el gobierno se iba a ahorrar y que le iba a dar a los pobres ya no se lo va a ahorrar y, por consiguiente, ya no se lo va a dar a los pobres?

¿Todo era una mentira para que aceptáramos el cierre de Luz y Fuerza del Centro?

Sí se necesitan muchas explicaciones en este caso que, aunque suene muy chilango, afecta a toda la federación.

El hecho de que el gobierno haya aceptado negociar con estas personas justo ahora que funcionaron la alianzas electorales, en este momento en que el tema son las redes de fibra óptica vinculadas a la distribución de electricidad y en este instante en que se dieron tantos cambios en el gabinete de Felipe Calderón es como para ponerse a pensar.

Por lo pronto, aquí alguien se salió con la suya. ¿Quién? ¿Por qué? ¿Para qué?

¡Atrévase a opinar!

La inmortalidad presidencial

Carlos Ferreyra
carlos_ferreyra_carrasco@hotmail.com
La Crónica de Hoy

No es difícil apreciar la paulatina involución. Cuando candidatos se acercan a la gente, la escuchan con exagerada atención, sonríen y saludan de mano, abrazan y se dejan besar por sus simpatizantes femeninas. Con los hombres, intercambian vigorosos saludos de mano, golpes enérgicos en las espaldas y de vez en cuando alguna broma. La cara refleja indignación cuando escucha alguna denuncia y la sonrisa siempre cálida para dar confianza a sus interlocutores. O sus futuros votantes.

Los recorridos invariablemente a pie, con guardianes atentos pero que no agreden o empujan; desplazan a los incómodos con un suave valseo, sin ofender pero siempre atentos de la seguridad del jefe, del aspirante a La Silla.

En los mítines mira de frente a los asistentes, cuida poco o nada de los apuntes. Transmite sabiduría y confianza; hace gestos que reflejan decisión en las ofertas de campaña, promesas que nunca se cumplen.

Dispuesto al diálogo, celebra mesas de estudio sobre problemas campesinos, industriales, sociales, y también atiende regionales, de sectores, de grupos. Toma cuidadosa nota, esboza soluciones y, de nuevo, da respuestas que quedan en eso.

Las campañas transcurren siempre igual: con esperanzas de que “ahora sí” porque es el primer candidato presidencial que viene hasta acá. Nunca antes nos habían escuchado, se resolverán los problemas, se comprometió.

Pasa la gira proselitista, viene la elección y el ganador se encierra con su gente de confianza. Revisan, estudian cuidadosamente los resultados, pero no del periplo sino de lo que llaman, al estilo gringo, “el estado de la Nación”. De los compromisos, ya veremos, los más urgentes y que se ajusten a las usuales pretensiones de conservar el poder y ganar las elecciones siguientes, locales o federales.

En eso pasan tres años. El ya presidente no escucha, no dialoga con el pueblo, pero se exhibe con deportistas, con artistas, con toda laya de personajes populares con la intención, evidente, de jalar publicidad para su partido, para su causa.

A los tres años y tras engarzar una cadenilla de fracasos, errores y decisiones erróneas asumidas en la soledad de su oficina, empieza a trabajar para el bronce, para la historia y, principalmente para perpetuarse en el poder. No necesariamente seguir en el cargo, que lo intentaron otros, sino para que el sucesor garantice continuidad y, mejor, impunidad.

Ya no trabaja para la nación, sino para un grupo, el suyo, para su partido, comienzan los golpes bajos entre los que se creen dignos de la candidatura y los trabajos sucios, el espionaje, la difamación, los expedientes de culpas pasadas, de acusaciones no comprobadas y delitos que quedaron en el cajón de la olvidadiza justicia salen a la luz. Nadie se salva.

Comienza también la impúdica exhibición de obras, aún sin terminar, y se promueven reconocimientos dentro y fuera del país, mientras se viaja y se viaja el extranjero sin que se conozcan, jamás, los beneficios que tales excursiones, con familia al calce, puedan proporcionar al país. Así sea para ilustrar a gobernantes africanos que necesitan el consejo de un ponente ajeno.

Se cierra el círculo sexenal. No hay novedad ni sorpresa. Ni al menos un informe de lo que cuesta al contribuyente cada medalla, cada condecoración o cada honoris causa otorgada por dudosos centros de cultura o de educación superior. Se pagan, no hay duda.

Dice Milan Kundera de los que buscan el bronce, la inmortalidad, que “la cámara un buen día nos enseña su boca estirada en un triste gesto como lo único que recordamos de él, lo que nos queda de él como parábola de toda su vida. Entra en una inmortalidad que denominamos ridícula”.

Metástasis

Pascal Beltrán del Río
Bitácora del director
Excélsior

La forma en que está evolucionando la crisis de seguridad pública que asuela el país se parece mucho al avance de un cáncer.

Del griego mετα (siguiente) y στασις (ubicación) -es decir, desplazamiento-, el término metástasis designa la propagación de un foco canceroso a un órgano distinto de aquel en que se inició.

La forma en que está evolucionando la crisis de seguridad pública que asuela el país se parece mucho al avance de un cáncer. Comenzó de manera localizada y ha ido ampliando su presencia. Era de una naturaleza concreta y ha explotado en muchos matices. Al principio mataba selectiva y esporádicamente, ahora masacra de forma cotidiana.

Siempre he pensado que esta crisis se parece más a una enfermedad que a una guerra. Me parece que el país no es un campo de batalla sino un paciente que se ha ido agravando conforme ha fallado el diagnóstico del mal que lo aqueja y, por tanto, como resultado de que la medicina administrada no ha sido la correcta.

El origen de la enfermedad es una insuficiencia del Estado de derecho. Probablemente comenzó cuando el presidente Plutarco Elías Calles permitió que su inspector de policía, el general Roberto Cruz, confundiera la persecución de los delitos con la represión de los opositores. Si se valía castigar a inocentes, también se valía exonerar a culpables. Al final, todo dependía de la lealtad política, no del imperio de la ley.

Ese sistema se volvería más sofisticado con la aparición del aparato político que dominó al país durante más de siete décadas. Sus creadores le dieron una fachada legalista igual que una electoral. En su interior, sin embargo, funcionaba con base en estímulos y contraprestaciones, y el uso certero de la mano dura cuando aquéllos no bastaban.

Su perduración consistió en ser una cosa pero parecer otra. En su derrumbe, nadie pensó que los arreglos informales requerirían de ser sustituidos. Y aunque la oposición al PRI peleaba formalmente por edificar un país de leyes y elegir un gobierno que las hiciera cumplir, durante el período de alternancia en Los Pinos se ha continuado con la tradición de privilegiar el cambalache político por encima de la legalidad.

Llevamos casi una década de gobiernos de signo panista y no se puede decir que el país sea más justo ni que se haya avanzado en el fortalecimiento del Estado de derecho. El PAN, partido fundado y dirigido por abogados, no se propuso que ese fuera el signo del cambio.

De ahí que no debe extrañarnos el poco respeto que los mexicanos sienten por las leyes y las instituciones.

En una ciudad liberal como Ámsterdam, hay que pedir permiso, con tres días de anticipación, para hacer una marcha. Los habitantes de aquella ciudad probablemente crean que es una buena idea vivir en orden, pero saben, además, que si no acatan esa disposición, se enfrentarán con el garrote de los policías antimotines.

En México, un sindicato recurre a la Suprema Corte para resolver un diferendo laboral. Si gana, sus simpatizantes hablarán maravillas de esa institución (porque la justicia en México siempre se observa a través del lente de la política). Sin embargo, si pierde, tomará las calles y destruirá lo mismo propiedad privada que bienes pagados con el dinero de los contribuyentes. ¿Por qué? Porque no pasa nada, porque muy pocos creen en la ley y la autoridad no la aplicará porque no es políticamente redituable.

¿Cuánto tiempo más pensábamos que podíamos vivir en paz sin sentirnos todos obligados a cumplir con la ley?

El desprecio que la mayoría de los mexicanos siente por el cumplimiento de la legalidad es un sentimiento aprendido. Se aprende de las autoridades, que, en lugar de aplicar las leyes, recurren al arreglo político y se preocupan sobre todo por cómo les irá en la próxima encuesta y cómo le irá a su partido en la siguiente elección.

Sobre ese desprecio de la ley avanza el crimen organizado, como fuego en pasto seco. Avanza como células cancerosas que hacen metástasis en un cuerpo que no puede hacerle frente. Avanza porque la autoridad insiste en tratarlo como un enemigo externo, que desembarcó en nuestras playas una madrugada, y no un síntoma de nuestro desdén por la legalidad.

Poco a poco, el crimen organizado avanza sobre las células sanas de nuestra sociedad: después de controlar la llamada economía informal (¿quién duda que él controle la piratería?), ahora incursiona en la economía formal, donde aprovecha las redes de distribución de las empresas, como publicó Excélsior la semana pasada.

En su avance, el crimen organizado obliga a recortar el calendario escolar (como ya sucedió en Nayarit), cancela la vida nocturna (Coahuila y Morelos), provoca estampidas en espectáculos públicos deportivos y musicales (Tamaulipas), obliga a familias enteras a abandonar sus casas para refugiarse en cuevas (Chihuahua).

El crimen organizado también interrumpe la entrega de fondos provenientes de los programas gubernamentales de asistencia (como ha ocurrido en Durango); provoca pérdidas millonarias en Pemex, la fuente principal de financiamiento del país; crea la necesidad de atender miles de casos de urgencia en instituciones públicas de salud, a donde llegan los heridos de bala, y aplica sus propios impuestos mediante la extorsión.

El crimen organizado ya no sólo está en unos cuantos municipios, de un puñado de estados, sino que ha ampliado su presencia en buena parte del país. Nayarit, Baja California Sur, Zacatecas, Morelos, San Luis Potosí, Tabasco y la zona conurbada de la capital de la República son algunos lugares que no aparecían hasta hace algunos años en el mapa de las actividades de los cárteles y ahora sí están.

Tampoco se dedica nada más al tráfico de drogas, sino a varios giros ilegales y, como decía, comienza a asomarse en la economía formal.

Las ejecuciones que se multiplican por varios rumbos del país no pueden ser vistas como un simple marcador del ajuste de cuentas de los cárteles sino empiezan a incluir de modo significativo a la población inocente.

Por eso, aunque es indudable que la capacidad de fuego ganada de los criminales necesita una respuesta a tono, no puede esperarse que una enfermedad social como la que representa la delincuencia organizada se combata sólo con movilizaciones de policías y soldados.

Algunos miembros de la clase política han propuesto un examen de la situación y la búsqueda de acuerdos para enfrentar al crimen mediante métodos más integrales.

Tan negativo sería que estos llamados tengan como propósito exhibir al gobierno federal y anotarse puntos políticos, como que éste se cierre a escuchar propuestas constructivas.

La metástasis que representa el avance de la delincuencia requiere de un pacto de las fuerzas políticas, con altura de miras, que será imposible si el PRI llega al próximo período de sesiones del Congreso con ganas de cobrarse los agravios de la pasada temporada electoral y si el PAN piensa que le basta su nuevo aliado, el PRD, para quebrar la voluntad de los priistas.

El período de sesiones que comienza en septiembre, lleno de obligaciones como la aprobación del presupuesto para 2011, es también una de las últimas oportunidades que tiene el país para comenzar a poner remedio al cáncer que lo invade y no llegar desahuciado a 2012.

El progreso moral

Gabriel Zaid
Reforma

Muchos problemas se atribuyen a la degradación moral, pero muchos otros se deben al progreso moral.

Se supone que tal progreso no existe, y que, de haberlo, está rebasado por el progreso material. Pero sucede lo contrario: el progreso moral ha avanzado tanto que rebasa la capacidad material. El desarrollo tecnológico, productivo, institucional, no cambia el mundo con la rapidez que exige la conciencia.

Fritz Kunkel, un psicoanalista cuyos libros ya no circulan (fuera de uno, excelente: La formación del carácter, Paidós), decía que la capacidad de acción debería avanzar paralelamente al desarrollo de la conciencia. Tanto la fuerza sin conciencia como la conciencia sin fuerza acaban mal. Esto es obvio cuando aumentan los recursos sin que aumente la conciencia de cómo usarlos bien. Pero tener mayor conciencia que recursos también crea problemas.

En otros tiempos, las personas no se sentían tan mal si fumaban o estaban pasadas de peso, si no educaban a sus hijos con los métodos más modernos, si no participaban en la vida cívica, si su matrimonio no era tan perfecto, si no avanzaban rápidamente en el trabajo y en su posición social, si no hacían ejercicio, aprendían idiomas, viajaban por el mundo, sabían desenvolverse en la web, tenían títulos universitarios o usaban desodorantes. Asumir (ya no digamos realizar) tantas exigencias simultáneas, y estar conscientes de todos los progresos todavía no alcanzados, puede ser aplastante.

Hace no tantos milenios, el infanticidio era normal. No escandalizaba ni al patriarca Abraham, que estuvo a punto de ofrecer a Dios el sacrificio de su hijo. Hace no tantos siglos, la esclavitud era normal. No escandalizaba ni a Bartolomé de las Casas, que, en defensa de los indios, propuso la importación de esclavos negros. Todavía en el siglo XIX, el honor se lavaba en un duelo. A principios del XX, la guerra no escandalizaba ni a las mejores conciencias europeas. Charles Péguy y muchos otros fueron a la primera Guerra Mundial con la alegría de participar en algo noble, épico, glorioso. Todavía hoy, los himnos nacionales cantan así la guerra.

El desprestigio de la guerra es un progreso recientísimo, una mutación de la conciencia moral que apareció en el siglo XX, destruyó un fetiche milenario y tendrá consecuencias. La más obvia: alguna forma de gobierno mundial.

Más reciente aún es el reclamo de transparencia del poder, un progreso que rompe con la tradición del secreto de Estado, y que también tendrá consecuencias. Por lo pronto, gobiernos de mayor calidad.

En otros tiempos, el imperialismo, la conquista, la violencia, las hambrunas, la miseria, la discriminación, la pena de muerte, el mal trato a los subordinados, las mujeres, los niños, los pobres, los presos, los animales, los bosques, los mares y el ambiente parecían realidades de la vida, no escándalos que exigen solución inmediata.

La no violencia de Gandhi y Martin Luther King, los enjuiciamientos de Nuremberg y de Pinochet, el pacifismo, los movimientos por el desarme y los derechos humanos, el repudio a la pena de muerte, la defensa de la vida y la naturaleza, la nueva conciencia contra el genocidio y los abusos del poder, el feminismo, la defensa de los consumidores, son progresos recientes.

El siglo XX fue tan genocida y científico al destruir la vida que, quizá por lo mismo, acabó siendo un siglo de mayor conciencia moral. Y han sido los progresos morales, que sí existen y que son confrontados con el progreso material, los que han hecho sentir (con razón) que estamos mal. Pero no hay que perder de vista la historia: estamos mal con respecto a unas exigencias mayores que nunca.

El progreso moral no está exento de ambigüedades. ¿Qué decir de la consigna pacifista Better red than dead? ("Mejor soviético que muerto")? Era como buscar la paz diciendo: "Mejor nazi que muerto", a la manera de Neville Chamberlain, el ministro británico que trató de evitar la segunda Guerra Mundial dejando avanzar a Hitler. Legitimar el derecho de conquista no favorece la paz, sino la violencia.

Lo deseable es que todo se arregle pacíficamente, pero basta con alguien decidido a usar la fuerza contra los que renuncian a la fuerza (y aprovechándose de eso, precisamente), para que el buen deseo resulte contraproducente: para que todo dependa de la fuerza (del abusivo).

Aunque parezca más bonito quedar del lado de los ángeles, la nueva conciencia moral es muy poco realista cuando exige no usar la fuerza jamás. El uso de la violencia legítima contra la violencia abusiva es lo sensato, mientras llega el día (si llega) en que nadie quiera abusar.