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Epicentro
Milenio

Pocas cosas han hecho más daño a México en los últimos años que nuestra propia burbuja frívola. Es el colmo de la ceguera insistir en que el nuestro es un conflicto por elección o que es el mismo Estado quien puede ponerle punto final, como con varita mágica. La violencia de los últimos tiempos revela precisamente a qué grado echaron raíz en México una serie de sistemas perversos de corrupción y complicidad que poco a poco comenzaron a suplantar al Estado. Y un país no puede permitir que fuerzas patógenas traten de imponer una ley y un orden ajenos. Suponer que pactar con esos actores es una posibilidad equivale a suponer que uno puede llegar a un acuerdo con quien busca la destrucción de nuestra estructura más esencial de vida: un compromiso imposible.
Parte no menor de esa ambigüedad frente a la identidad verdadera del enemigo comienza con el encono político. Para un sector de la oposición es complicado asumir como propio una batalla comenzada (en esta versión y con esta estrategia) por un gobierno al que considera ilegítimo. La cantaleta aquella de “la guerra de Calderón” ha hecho mucho por distorsionar los méritos y la urgencia de la lucha. Pero la dinámica política no es la única culpable. La cultura popular también carga con una buena dosis de responsabilidad. Los medios, la música y hasta la literatura han insistido en revestir de glamour al narco y sus andares. Cada uno de esos actores culturales debería reflexionar. ¿De verdad vale la pena darle foro a un hombre dedicado a traficar droga y repartir balazos? ¿De verdad construye dejarlo que declare, con golosa impunidad, que, tras el crimen, “todos querían trabajar” a su lado, como si la violencia fuera el pasaporte a la fama? Engalanar el mito del narco con micrófonos abiertos o canciones y telenovelas hagiográficas equivale a consolidar el carácter aspiracional que el “oficio” ya tiene, por desgracia, en buena parte de México. Si la meta es emular otras experiencias exitosas de lucha contra el crimen y alcanzar un consenso sobre quién es realmente el antagonista a vencer, los políticos y todos los otros actores pertinentes deberían (deberíamos) hacer una pausa en el camino. No se trata de censura; se trata de mesura. Es una diferencia crucial. Y mucho depende de que la comprendamos.
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