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Excélsior
Es claro que el presidente francés se hunde y en su desesperación, en una búsqueda infructuosa de popularidad, se sujeta firmemente de un clavo ardiendo.

Al respecto vale la pena agregar que en 1838 el gobierno francés nos invadió con 30 barcos y cuatro mil soldados porque, entre otras razones, no se le había liquidado una deuda a un pastelero francés, dueño de un restaurante en Tacubaya, donde algunos oficiales del presidente Santa Anna, nada menos que en 1832, se habían comido unos pasteles sin pagar la cuenta, por lo cual exigía ser indemnizado. Claro está que la demanda francesa se elevaba a 600 mil pesos no sólo por la deuda del pastelero, sino porque los diversos gobiernos de la República habían impuesto préstamos forzosos a nacionales y extranjeros con el propósito de contar con los recursos financieros necesarios para sofocar rebeliones y asonadas ocurridas en las primeras décadas del siglo XIX que afectaban la estabilidad del joven país. El caos político mexicano, sumado a la tentación que despertaba en los extranjeros la existencia de cuatro millones de kilómetros cuadrados, propiedad de un México que llegaba de San Francisco hasta Guatemala, representaba una amenaza para la integridad de nuestro país, recién independizado de España.
Cuando el gobierno del presidente Bustamante se negó a negociar con los invasores franceses, mientras éstos estuvieran bloqueando los puertos del Golfo de México, el rey de Francia ordenó que se abriera fuego sobre Veracruz. Antes de la caída del puerto un artillero francés disparó su cañón en dirección al defensor de la plaza, Antonio López de Santa Anna, cuyo caballo cayó muerto, en tanto el Napoleón del Oeste se precipitó herido en la pierna izquierda, misma que tuvo que ser amputada (justo es decir que si el artillero francés hubiera apuntado un poco más arriba y hubiera hecho afortunadamente blanco en la cabeza del Hijo Privilegiado de Dios, desde luego, que hubiera cambiado la historia de México desde que Santa Anna hubiera dejado de existir. Lástima de tan mala puntería…). A raíz de la toma del puerto y del percance sufrido por Santa Anna, éste fue elevado al rango de Benemérito de Veracruz y, acto seguido, al de Presidente de la República, ya que el pueblo deseaba compensarlo por la mutilación de que había sido víctima. En abril de 1839 se firmó la paz con Francia, se acordó el pago de los 600 mil pesos, con sus debidas facilidades, y se retiró la marina y la armada francesa. La Guerra de los Pasteles había concluido.
De la misma manera, aunque suena absurdo y ridículo que Francia haya procedido a invadir México porque no se le había pagado una deuda al pastelero Remontel, Sarkozy escoge el caso de una secuestradora francesa para llevar las relaciones de México-Francia al mismo nivel de popularidad política con que aquél cuenta en su país. Grave error, como bien dijo Pedro Ferriz, por lo que propuso un “swap”, un intercambio con el mismo sentido del humor con que tenemos que tomar la baladronada de Sarkozy: nosotros les entregamos a Florence Cassez a cambio de Carla Bruni, la esposa de Sarkozy, eso sí, con todo y guitarra para gran deleite de los varones mexicanos. En este caso no me importaría la soberanía de México ni el respeto al Poder Legislativo ni el rescate de las relaciones de México y Francia, siempre y cuando llegue Bruni y nos cante con su voz meliflua y candente. Valdría la pena que se incorporara una cláusula de excepción semejante para que hagamos ese intercambio de una delincuente por una gran cantante.
En este caso también estaría dispuesto a olvidar la Guerra de los Pasteles.
Seamos serios, señor Sarkozy: se hace usted mucho daño…
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