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Especialista en Derechos Humanos
Excélsior
Israel conjetura una formidable oportunidad de embestida antisemita.

En positivo, se ha desatado un remolino emancipador que amenaza la cómoda estabilidad de los déspotas de la región, una llamarada de presumible vocación democrática que promete devorar el pasto seco del ostracismo pasivo acostumbrado a la opresión de esos pueblos durante las últimas cuatro décadas.
El ímpetu juvenil se ha desbordado, clama y reclama recomponer el sentir de naciones vecinas de Bereberes (pueblos del desierto) y más ampliamente “sarracenos” (ese término despectivo medieval con el que se confinaba a los moros y a los mahometanos).
La energía libertaria recorre de “Algeciras a Estambul” al conglomerado de países del mundo arábigo-musulmán, un movimiento de coraje cívico, básicamente de resistencia pacífica decidida sin embargo a tornarse en un amotinamiento imparable, ni con los disparos de los batallones de las élites militares; desatada la adrenalina de la valentía popular, henchidos en el orgulloso empeño de morir por la libertad, no hay reversa. La nota dominante ha sido la represión oficial, para luego ceder cuando la tropa abandona el bando de los fieles al autocráta para pasarse del lado de los insurrectos. En el caso de Libia, el trance ha sido más sangriento, la bestia del turbante y las gafas de sol ordenó llegar a la brutal masacre con armas pesadas y tanquetas, escenas que se parecen mucho a la matanza de Tiananmen en Beijing y al genocidio de los kurdos en Irak por el “criminal de Bagdad” el depuesto, juzgado y luego ahorcado Sadam Hussein.
En Libia, la revolución del Jazmín se ha configurado de súbito para remediar los lastres de la revolución nacionalista de 1971, que devino en la asunción ególatra de Muamar el Gadhafi, el tiranicidio es inevitable, la ONU no puede esperar a que se consume a cambio de un espantoso genocidio que ya comenzó y que también se expande.
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