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Milenio

La consecuencia natural de esta obsesión por obtener “la silla” ha sido la reducción hasta el absurdo de la posibilidad de gobernar el país. En México, los tiempos legislativos productivos se han vuelto prácticamente nulos. ¿Y cómo no habría de ser así cuando la siguiente elección —la que sea, no importa lo que esté en juego— está siempre a la vuelta de la esquina? ¿Y cómo no habría de ser así si el ejercicio del poder se concentra en negarle potenciales blasones al adversario ante que pensar en el bien común? Hermoso mantra: “Ya lo arreglaremos nosotros cuando lleguemos”. Javier Sicilia tiene razón: grilla miserable.
Ningún caso reciente ilustra de mejor manera esta mezquindad que el debate de la reforma laboral. Si uno hace caso a los estudios de competitividad global, México tiene tres grandes pendientes: la pobreza educativa, la corrupción y la rigidez del mercado laboral. Los tres problemas son impostergables. De esas variables, la única que parece tener una solución a corto plazo es el sistema de reglas que gobiernan nuestro sistema de trabajo. En México hacen falta empresas que provean empleos formales, bien remunerados y sostenidos. Para ello, sin embargo, el gobierno debe ofrecer flexibilidad y certidumbre no sólo a los empleados sino también a los empleadores. No es posible engañar al mercado: las compañías van y sobreviven donde está la seguridad y el potencial de crecimiento. La reforma laboral propuesta por el PRI y el PAN parecía cumplir con los mínimos requisitos para liberar al país de sus grilletes laborales. No conozco un organismo independiente y serio que no califique la reforma como urgente.
Y, hasta hace un par de semanas, las dos fuerzas principales en el Congreso mexicano estaban de acuerdo. Después de años de negociación y de concesiones, el gobierno y los priistas se decían listos para aprobar la reforma laboral. Pero entonces se cruzó la miseria de la que habla Sicilia. De pronto, en voz de ese cancerbero de los intereses partidistas que es César Augusto Santiago, el PRI dijo “no tener prisa”, “buscar consensos” y “evitar albazos”. Después de casi 15 años de debate, cientos de foros y más de 300 iniciativas, el PRI advirtió la necesidad de “escuchar todas las voces” en nuevas mesas de discusión. Así, la reforma más debatida, más manida y quizá más urgente del país, fue enviada a la congeladora. Es una vergüenza. El PRI sabe perfectamente que sí hay prisa, que un consenso es imposible e innecesario y que, en democracia, el “albazo” es una quimera: se aprueba lo que aprueba la mayoría escuchando a la minoría, no al revés. Lo que el tricolor está haciendo es postergar la reforma por la razón —sí, miserable— de que se acerca la elección en el Estado de México, Javier Lozano quiere ser candidato, los sindicatos van a respingar en las urnas. Sabrá Dios… Lo cierto es que la estrategia priista es imperdonable. La ambición por volver a gobernar, aunque sea sobre ruinas, muestra un apetito indecente. Habrá que tenerlo en cuenta para el 2012.
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