Presidente de Grupo Consultor Interdisciplinario, SC
El Universal

No fue, como se pretendió, una “marcha del silencio”. Muchos de quienes marchaban coreaban arengas y no faltaron los que buscan llevar agua a su molino.
Fue ostensible el divorcio entre la dureza que expresaba una franja significativa de los de abajo —del templete— y el mensaje cristiano de los de arriba: “no convertiremos este dolor del alma en odio ni en más violencia, sino en una palanca que nos ayude a restaurar el amor, la paz, la justicia, la dignidad y la balbuciente democracia que estamos perdiendo”.
La concentración del domingo no tuvo la espectacularidad de dos precedentes: aquella marcha del 27 de junio de 2004 y la otra, Iluminemos México, del 30 de agosto de 2008, pero se singularizó por explicar la violencia como resultado de las estructuras económicas y sociales que generan la desigualdad y la exclusión; por su exigencia de dotar de identidad a los muertos; por interpelar a todas las autoridades y a los partidos políticos y por todo lo que dijeron esos cinco minutos de silencio impresionante.
Pero la emotividad y el dolor no bastan para construir visiones y propuestas lúcidas. La narrativa de los organizadores (“la guerra de Calderón y sus 40 mil víctimas”) ignora lo esencial: que las cifras del horror no derivan del despliegue de la fuerza pública sino de la disputa feroz entre los cárteles de la droga por el control de los territorios; que la presencia de los soldados fue una opción extrema, el mal menor, ante la descomposición de las corporaciones policiales municipales y estatales, una descomposición que sólo se explica por la simulación o la complicidad de autoridades de todo rango que por décadas permitieron el ascenso de esos criminales que hoy secuestran, mutilan, asesinan y extorsionan; el verdadero enemigo.
Pronunciarse por pactar con los criminales, como lo hizo Javier Sicilia en un primer momento, resulta inadmisible; tampoco es una opción claudicar. ¿Qué seguiría después?
Creo, sin embargo, que el documento leído en el Zócalo acierta al demandar un replanteamiento en la estrategia para encarar el fenómeno delictivo, al denunciar el costo y la inoperancia del Congreso y al responsabilizar a todos los partidos políticos del debilitamiento de nuestras instituciones republicanas. El “¡ya basta!” le llega también a los vecinos del norte: a su mercado de consumo de drogas, a sus bancos y empresas que lavan dinero, a su industria armamentista.
No hace mucho, y ante la presión social, autoridades de toda la república suscribieron el Acuerdo Nacional para la Seguridad, la Justicia y la Legalidad que fijó plazos y términos de ejecución para los Poderes de la Unión y los distintos órdenes de gobierno. Muchos de los compromisos permanecen incumplidos, como la “depuración y fortalecimiento de instituciones de seguridad y procuración de justicia” y la creación de “centros estatales de control de confianza certificados” en el plazo de un año; “la confección de una estrategia nacional contra el lavado de dinero” en un plazo de seis meses; la modernización, en dos años, de “todas las aduanas del país con tecnología” y el mejoramiento de sus “procesos de infraestructura para reducir el contrabando”…
Es imperativo que el pacto que se suscribirá el 10 de junio en Ciudad Juárez, retome esos compromisos, denuncie los incumplimientos y exija responsabilidades políticas para quienes han fallado. Los contenidos del Pacto Ciudadano en construcción no pueden ser dictados solamente por el sufrimiento o el rencor. El movimiento civil debe aprovechar el conocimiento acumulado por estudiosos del fenómeno delincuencial para darle consistencia y viabilidad a sus propuestas.
La recuperación de la tranquilidad exige reconocer que la lucha contra el crimen organizado no es meramente una responsabilidad de las autoridades federales, estatales y municipales, sino también de todos los ciudadanos y de las organizaciones sociales.
Lo que sigue es trabajar en propuestas que permitan darle fuerza al reclamo ciudadano convirtiéndolo en un mandato ineludible para la clase gobernante. ¿Qué hay que hacer? Responder esa interrogante es la tarea que tenemos enfrente.
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