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La Semana de Román Revueltas Retes
Milenio

[Ilustración: Jorge Dan López/Reuters]
Ilustración: Jorge Dan López/Reuters
Llevamos décadas enteras reclamando lo mismo: bienestar, justicia social, empleos, igualdad, educación, etcétera, etcétera. Los años pasan, sin embargo, y no se consuman los cambios que pudieran atemperar un poco esas exigencias de siempre. Es más, ahora denunciamos, con particular ferocidad, que la “pobreza ha crecido”, que la “clase media ha dejado de existir” y que el “neoliberalismo ha devastado la economía nacional”. En todo caso, es indudable que vivimos en un país de bajos salarios, flagrantes desequilibrios sociales y pocas oportunidades de crecimiento. Al mismo tiempo, una parte de México se desarrolla fuertemente: es incontestable la realidad de una nación que exporta manufacturas, que intercambia una colosal cantidad de bienes y servicios con la primera potencia económica del mundo y que atrae inversiones como nunca antes en su historia. El problema más evidente, entonces, no sería el persistente subdesarrollo de la sociedad mexicana sino la existencia de un país que funciona a varias velocidades: a pesar de la trillada acusación de que vivimos atenazados por la pobreza, en México hay también millones de personas que compran coches, que tienen casa propia y que viajan en avión.
Ahora bien, las preocupaciones sobre la economía han dejado de tener una importancia primera en la agenda de los ciudadanos y lo que más les inquieta, en estos momentos, es el tema de la seguridad. Y no es una casualidad que un país socialmente desigual se convierta en un lugar inseguro para todos sus habitantes, ricos y pobres, aunque la relación entre pobreza y delincuencia no pueda ser establecida de manera terminante. El asunto es muy complejo y tiene que ver con la educación, la trasmisión de valores en la sociedad, los niveles generales de corrupción y otras muchas cuestiones. Con todo, hay señales de alarma muy visibles: muchos jóvenes carecen de futuro y oportunidades; serían, por lo que parece, los primeros candidatos para engrosar las filas de las organizaciones criminales. Es también indudable la descomposición moral de un país azotado, prácticamente desde sus orígenes, por prácticas deshonestas.
Vemos así que la exigencia de seguridad formulada, por ejemplo, en la marcha ciudadana encabezada por Javier Sicilia adquiere, de pronto, un elemento decididamente social: en esencia, se pide que el Gobierno abandone la “violencia” y se ocupe de educar a sus ciudadanos, de brindarles atención, de ofrecerles oportunidades o de fomentar la cohesión social. Cosas, todas ellas, muy deseables. Y muy encomiables. Pero, mientras tanto ¿qué hacer con los delincuentes que ya están ahí? Esta parte de la ecuación necesita ser también considerada porque, querámoslo o no, nos encontramos en una especie de camino sin retorno posible: llegado un momento en el desarrollo particular de ciertos individuos, la única alternativa para gestionar el impacto que tienen en la sociedad es la represión, dicho esto en el sentido más legal de la palabra. Podríamos tal vez reconocer que los sujetos antisociales fueron, en sus orígenes, víctimas de injusticias y maltratos; esta constatación, sin embargo, es casi irrelevante a partir del momento en que se dedican a perpetrar pavorosas atrocidades. La urgencia, ahí, no es ya la posible rehabilitación de una persona sino la mera neutralización de un asesino que representa un escalofriante peligro para todos los demás.
Si el Gobierno de Calderón renunciara a proseguir su estrategia de acoso y derribo de las organizaciones criminales, los canallas no desaparecerían automáticamente del mapa. Esto hay que saberlo. Y si, en un ejemplar arranque de humanismo compasivo y desinteresado, dedicara todos sus esfuerzos a atender a los jóvenes y a promover la justicia social, entonces los resultados no los veríamos ahora mismo —en unas semanas o unos meses— sino a mediano plazo, dentro de varios años. ¿Qué pedimos, en estos momentos precisos? ¿Seguridad? Sí, eso pedimos. Pero es demasiado tarde, creo yo, como para que tengamos beneficios inmediatos. Lo repito, los delincuentes ya están ahí.
Hay algo más: si fuera cierto —lo que está por verse— que la guerra del Gobierno federal está siendo contraproducente (por aquello de “agitar el avispero”), el hecho mismo de que los resultados sean tan cruentos sería la prueba de que existe un mal que debe ser atacado.
Es cierto que la seguridad pasa por lo social. El problema es que a estas alturas hay que aplicar, antes que nada, una terapia de shock. Luego ya nos ocuparemos de medir los resultados de los clubes de ajedrez.
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