mayo 27, 2011

¿Qué será de nosotros cuando hayamos muerto?

Fran Ruiz
fran@cronica.com.mx
La aldea global
La Crónica de Hoy

La noticia saltó hace un par de semanas. El astrofísico británico Stephen Hawking sentenció que el “Cielo no existe”, que es “un cuento de hadas para los que tienen miedo a la muerte”.

Llegó a esta conclusión con la siguiente explicación: “Considero al cerebro como una computadora que dejará de funcionar cuando fallen sus componentes”. En otras palabras, que no podemos disfrutar del Cielo (o sufrir en el Infierno) porque el único órgano que podría disfrutarlo, sufrirlo o recordarlo es la masa encefálica humana con todas sus neuronas y con todos sus signos vitales intactos. Cuando fallen estos signos y muramos sólo quedará un cuerpo que será sometido al mismo proceso de descomposición que el resto de los seres vivos.

Esta hipótesis se complementa con otra formulada por el científico hace un año y que causó aún mayor revuelo: El Universo y todo lo que contiene —incluida la Tierra y sus habitantes— se creó de manera espontánea. Lo dijo así: “Dado que existe una ley como la de la gravedad, el Universo pudo crearse a sí mismo —y de hecho lo hizo— de la nada. La creación espontánea es la razón de que exista algo, de que exista el Universo, de que nosotros existamos”. Por tanto, añade, “no es necesario Dios”. Y si Dios no existe, no pudo crear el Cielo (o el Infierno), ni Jesucristo fue su hijo en la Tierra ni resucitó al tercer día ni ascendió al Cielo. Todo esto es un fraude, viene a decir con otras palabras Hawking.

Esta conclusión ha irritado lógicamente a clérigos, teólogos y creyentes, que no están dispuestos a aceptar una hipótesis que consideran absurda.

Hawking no ha querido entrar en polémica, pero de haberlo hecho podría haber respondido con la misma acusación que le achacan sus adversarios: ¿Por qué es absurdo pensar que no existe Dios ni el Cielo? ¿No sería igual de absurdo pensar que sí existen?

Hawking se puede permitir el lujo de decir lo que dijo porque no va a ser quemado en la hoguera. Una anécdota cuenta que, cuando fue invitado por Juan Pablo II a exponer en el Vaticano sus irreconciliables teorías sobre ciencia y religión, comentó luego bromeando que temió “haber acabado como Galileo”, que fue excomulgado por defender ante la Inquisición que la Tierra giraba alrededor del Sol y no al revés. Tampoco parece temer las burlas que sufrió Charles Darwin tras escandalizar a la sociedad y a la Iglesia cuando afirmó que todos los seres vivos han evolucionado de un antepasado común, y los humanos, en concreto, de un antepasado que compartimos con el mono.

Sin embargo, hay una diferencia insalvable entre las hipótesis revolucionarias de Galileo o Darwin y la que plantea Hawking: las dos primeras se pudieron probar científicamente, la del autor de Breve historia del tiempo jamás será probada.

La humanidad podrá avanzar en el conocimiento de lo más pequeño —el interior del átomo— y de lo más grande —el Universo—; podrá descifrar el genoma humano y el del resto de animales; podrá algún día encontrar vida más allá de la Tierra, pero lo que nunca podrá saber es qué hay más allá de la muerte, nunca sabremos qué será de nosotros cuando hayamos muerto.

Nos tenemos que conformar con meras especulaciones. Por ejemplo, para Hawking, cuando alguien muere llega la nada, no hay alma que ascienda y se someta al Juicio Final. En definitiva, son para él tan absurdos los “cuento de hadas celestiales” como lo son los fantasmas, los espíritus o los zombies.

En cambio, para las religiones, sí se desprende el alma del cuerpo. En algunas, como la cristiana, asciende al Cielo (o al infierno); en otras, como la budista, se reencarna.

¿Quiénes tienen razón, los que creen que después de la muerte no hay nada o los que creen que empieza otra vida? Insisto, nunca lo sabremos, a menos que alguien muerto resucite y nos cuente lo que vio.

Obviamente los cristianos rebatirán esta conclusión señalando que Jesucristo, el hijo de Dios, resucitó al tercer día; pero las pruebas que aportan son realmente muy débiles. Se basan en dos escritos: el Evangelio de Lucas y el Evangelio de Juan. Sobre el primero ni siquiera se sabe por quién fue escrito. Por sus referencias médicas se achaca al médico Lucas, que no fue discípulo de Jesús sino de Pablo de Tarso, quien a su vez tampoco conoció al “resucitado”. De igual manera, el atribuido a Juan el Evangelista tampoco fue escrito por él, sino por sus seguidores en Éfeso, al menos 65 años después de la muerte de Cristo. No hay pues testigos directos que lo hayan dejado por escrito; por tanto, quien crea en la resurrección de Cristo, dos mil años después de ese milagroso acontecimiento, lo hace por una cuestión de fe.

¿Qué ganan entonces los que tienen fe? Como decía Hawking, ganan la ilusión de otra vida más allá de la muerte. Sin duda es una clara ventaja para los que no creen que haya nada.

En cualquier caso, todos los que creen o no, Benedicto XVI y Hawking, todos, insisto, tendremos el mismo destino cuando hayamos muertos, ya sea la nada, el Cielo, la reencarnación o un estado inmaterial e inimaginable.

Y puesto que no hay manera de saber que hay más allá, mejor preocupémonos de disfrutar que estamos vivos para que, llegado el último momento, acumulemos bonitos recuerdos y tratemos de pasar al otro lado de la manera más tranquila y digna posible. Luego, ya veremos lo que pasa.

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