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Profesor de Humanidades del ITESM-CCM
El Universal

Como en las otras ocasiones, el intercambio de opiniones es interesante, a veces muy doloroso, a veces intenso, pero poco más que eso. Lo que se ve en las redes sociales es el reforzamiento de las opiniones previas, haciendo uso de pedacitos de discurso de una u otra parte. Los que creen que Calderón es un incapaz que ha provocado 40 mil muertos lo siguen creyendo, y descalifican las opiniones del Presidente y de sus secretarios. Los que creen que los participantes de la Caravana son políticos encubiertos, también lo siguen creyendo, y descalifican sus argumentos, e incluso la narración de sus sufrimientos.
Incluso los participantes del diálogo se mueven poco. Quienes tienen agravios no sólo están lastimados e indignados; han construido también una explicación del origen de su tragedia y les cuesta abandonarla. Lo mismo ha hecho el Presidente: tiene una explicación de por qué eligió la estrategia, que posiblemente ya no tenga nada que ver con las razones originales, pero es su racionalización, y también le cuesta moverse de ella.
Frente a un fenómeno como éste, nada que se escriba u opine tiene posibilidades de éxito. Está claro, o debería estarlo, que enfrentamos un problema mayúsculo, construido durante décadas, que ha hecho crisis. También debería ser claro que no contamos con las instituciones necesarias para enfrentarlo. Pero no podemos dejar de hacerlo. Tienen razón al mismo tiempo Sicilia y Calderón: uno reclamando que sin instituciones fuertes y limpias se haya enfrentado al crimen organizado, el otro argumentando que hay que enfrentarse con lo que hay, y no con lo que uno quisiera tener.
En este país no creemos en la ley, y nunca hemos hecho un intento serio de vivir bajo su égida. Puesto que la ley era irrelevante, por décadas vivimos en la discrecionalidad, cuyo eje de referencia era la supervivencia del régimen de la Revolución. Lo que amenazaba esa supervivencia era lo castigable; lo que lo fortalecía, así fuese criminal, se seguía haciendo. Cuando ese régimen se derrumba, en 1997, el eje de la discrecionalidad desaparece, y entonces cada quien actúa como le parece adecuado. A partir de entonces, regiones enteras van quedando bajo control de grupos delictivos.
Puesto que ese control regional implica la colaboración franca de políticos y policías, lo que se intenta es enfrentarlos desde el gobierno federal. Ernesto Zedillo crea la Secretaría de Seguridad (separada de Gobernación) e inicia con los operativos militares. Vicente Fox amplía esos operativos. Calderón los convierte en el eje de la estrategia.
El problema es mucho mayor que la seguridad pública, es un asunto de Estado que ha sido recurrente en la vida nacional. El primer régimen político en México se construyó precisamente en la alianza de los caciques locales (u hombres fuertes) con el nacional. Fue ese régimen de Juárez, Díaz, Obregón y Calles el que le dio una primera oportunidad a México como nación entera, pero que se construyó con base en el autoritarismo local y nacional. El Estado como el único crimen organizado.
El régimen de la Revolución institucionaliza al hombre fuerte y crea mecanismos, también autoritarios, para administrar la violencia y la extorsión, que nosotros llamamos corrupción para no sentir tan feo.
Nunca hemos podido construir instituciones democráticas, y al abandonar el autoritarismo a nivel nacional, lo que hemos visto es el crecimiento de los virreyes, también llamados gobernadores, y en algunos lugares, de grupos que disputan la legitimidad del Estado, que se financian del crimen.
Ése es el problema. No el narco, ni la extorsión, ni el número de homicidios. El problema es si queremos o no un país democrático que obligadamente exige el imperio de la ley o, lo que es lo mismo, mecanismos eficientes para hacerla cumplir, que se apliquen a todos.
Y eso, según parece, seguimos sin quererlo aceptar.
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