Reforma

El diálogo reciente en el Castillo de Chapultepec fue un evento insólito. Tras una marcha que fue recogiendo los testimonios más desgarradores del dolor mexicano, el presidente de la República se dispuso a escuchar los reclamos y se empeñó en convencer a sus oyentes. Sabía perfectamente que sus interlocutores no se reunían para elogiarlo. Sabía que los cuestionamientos que escucharía no serían marginales sino que iban al corazón de su gobierno. Sabiendo todo esto, acudió a la cita. Algo importante ha sucedido en México, cuando vemos al Presidente recibir el embate de críticas severas y llamados urgentes a cambiar la estrategia central de su gobierno. El fenómeno se explica, como han resaltado algunos, por el cambio de régimen. Hubo un régimen político que, en su peor momento, respondió con balas al llamado del diálogo. Éste escucha y habla. Pero la ceremonia del jueves no se entiende solamente por la transformación histórica del sistema político. Debe reconocerse el papel del Presidente, su experiencia y su talante para apreciar esta oxigenación de la vida pública a través del diálogo. Ni el antecesor de Calderón ni quien estuvo a punto de ocupar su puesto en 2006 hubieran podido encarar la quemante inconformidad, el reclamo rabioso o la exigencia serena y honda de pedir perdón.
No es ésta la primera vez que el Presidente ha estado dispuesto a encarar la rabia contra el Estado que él representa formalmente. No es la primera ocasión que el Presidente escucha de cerca la indignación. Se ha reunido con víctimas en Ciudad Juárez, con los padres de los niños muertos en la Guardería ABC, ha escuchado reclamos severísimos y testimonios sobrecogedores. Ha discutido con los conocedores que discrepan de su estrategia. No se ha encerado el oído. No se ha vendado los ojos. Tampoco ha pedido que los encuentros rasposos se oculten. Debemos reconocer que el presidente Calderón ve y oye. No es poco.
No digo que el Presidente dé muestras de flexibilidad. Pero sí de sensibilidad. Sigue siendo un Presidente con una idea fija y una convicción a prueba de fuego. Está convencido de que su estrategia ha sido la adecuada y que no hay que alterar el rumbo. El universo donde vive sigue siendo binario: su estrategia o la claudicación. Se dice dispuesto a revisar lo que no funciona aunque esté convencido de que no hay más ruta que la suya. Pero su tenacidad (llamémosla así) se fortifica en voluntad argumentativa. No se ha escudado en el discurso de autoridad: esto lo decidí yo porque soy Presidente y punto. La historia me dará la razón. En Calderón hay una determinación parlamentaria de ganar el argumento. No busca solamente conseguir el resultado deseado: ansía convencer. En muchos foros, con acentos y tonos distintos, ante auditorios diversos ha compartido su diagnóstico y ha defendido sus decisiones con argumentos. Ha sido didáctico y también se ha permitido la vehemencia. Siempre ha puesto la razón por delante. En todo ello encuentro una notable disposición a escuchar a sus críticos y una determinación de hacerse entender.
Coincido con lo que apuntó Ciro Gómez Leyva: el del jueves pasado es el mejor Calderón. No habló en Chapultepec el sectario al que cada día da más voz, no escuchamos al jefe de una camarilla en campaña y entregada al autoelogio. Oímos a un político razonante y perceptivo. Vimos el aplomo de un gobernante dispuesto a someterse a la más severa de las exigencias públicas y exponer con lucidez las razones de su gestión. Si sus argumentos no son del todo persuasivos, son sin duda atendibles. El Presidente reconoció las fallas de un Estado que no ha podido cuidar a su gente. Por eso, no por perseguir a los criminales, pidió perdón. Compartió también sus propias experiencias de dolor. Escuchó reclamos, denuncias y críticas. Dio su versión y pidió oído a sus razones. Los merece.
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