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Interludio
Milenio

Vivimos, curiosamente, en ciudades feas o, peor aún, afeadas por sus propios habitantes. La creación deliberada de espacios hermosos es una excepción en los planes de nuestros gobernantes pero cuando estos logran edificar una plaza pública o un parque vagamente frondoso llegan de inmediato hordas de ocupantes alegremente dispuestos a instalar horrorosos puestos para venderle, a unos consumidores tan decididos a la compra como indiferentes al deterioro del paisaje urbano, sus baratijas ilegales. Son gente, los primeros, que deben ganarse la vida de algún modo; y son personas, las segundas, a las que no les importa comprar mercancías de dudosa procedencia porque el precio del artículo, debido a la escandalosa esclavitud de los ciudadanos chinos, es incuestionablemente bajo.
Pero hay otra plaga todavía más perniciosa en términos de la contaminación visual, por utilizar un terminajo típico de tecnócratas burocratizados: los chicos graffiteros (cómo deseo que crezcan y que logren tramitar eficazmente sus enojos aunque, por desgracia, ya vendrán otras generaciones de reemplazo que no sabemos, a estas alturas, si se van a contentar con las pintadas callejeras o si van a comenzar a poner bombas). Esta subespecie urbana no soporta la visión de un sobrio muro blanco en ninguna parte. Mi ex mujer favorita, que fue quien me hizo conocer a Maslow, dice que son artistas o, en todo caso, que se están expresando. Ah…
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