agosto 05, 2011

Santos ciudadanos

Macario Schettino (@mschetti)
schettino@eluniversal.com.mx
Profesor del ITESM-CCM
El Universal

A últimas fechas ha crecido la idea de que los políticos son la causa principal de nuestros problemas y que deberían ser sustituidos por otras personas. Esas otras personas suelen denominarse "ciudadanos". Me imagino que es una diferenciación similar a la de inicios del siglo XIX de la sociedad civil frente al Estado.

Culpar a los políticos de nuestros problemas tiene varias virtudes. Una primera es que sí hay por qué hacerlo: son ellos los que toman las decisiones que dan origen a la ley, a su aplicación, y hacen uso de recursos que todos aportamos y que suman más de una cuarta parte del valor agregado nacional. En consecuencia, tienen más responsabilidad que el resto de los ciudadanos en el rumbo del país.

Una segunda virtud de culpar a los políticos es que nos permite liberar nuestra conciencia. Si ellos son los culpables, nosotros no. Y eso de poder culpar a otros es maravilloso.

Finalmente, como todos hacen lo mismo, culpar a los políticos nos permite sentirnos bien, porque coincidimos con la opinión de muchas otras personas. Y el sentido de pertenencia es natural a los humanos. Si quiere, es como gritar desde la tribuna un insulto al árbitro.

Sin embargo, de manera adicional a estas virtudes tradicionales, en tiempos recientes ha habido una andanada mediática en contra de los políticos, que en parte debe tener su origen en la reforma electoral de 2007, y en parte en la tradición golpeadora que tanto rendimiento da a los medios. En el entorno de interregno en que vivimos, ya lejos del régimen de la Revolución, pero aún sin consolidar un nuevo régimen democrático liberal, la sensación de angustia por la falta de rumbo encuentra una explicación: son los malos políticos.

Y entonces se nos ocurre que todo sería mejor si hubiese otras personas tomando las decisiones y haciendo uso de la diferenciación mencionada, atribuimos dotes taumatúrgicas a los ciudadanos. Si ellos llegaran al poder, todo sería mejor, imaginamos.

Lo malo es que no es así. Para dirigir una sociedad compleja, como lo son las actuales, se requieren ciertas características y conocimientos. Características como un nivel de vanidad y arrogancia superior a la media (que no faltan en los líderes ciudadanos), pero también la capacidad de entender que diferentes grupos de la sociedad tienen diferentes objetivos, no siempre compatibles, lo que obliga a escuchar, negociar, y al final, exige valor para decidir sabiendo que siempre habrá descontentos. Esta última característica no es común entre los líderes ciudadanos, que suelen asumirse como la voz del pueblo, y que muy rara vez consideran la posibilidad de ser sólo una voz más del coro.

Pero también se requieren ciertos conocimientos que no todo el mundo tiene. Por ejemplo, uno de los pilares de las sociedades democráticas liberales es que el Estado está limitado por la ley: no puede hacer sino lo que ésta explícitamente le autoriza. Para infinidad de grupos ciudadanos, la solución a su problema específico supera por mucho esa restricción: exigen resultados así sea por encima de la ley. Total, la justicia es superior a la ley, en ese mundo utópico en el que los ciudadanos son santos y los políticos demoniacos.

El asunto es que no existe forma de coordinar los intereses de diferentes grupos en las sociedades modernas que sea más eficiente que la democracia. Y el proceso para hacerlo exige la delegación de la toma de decisiones en ciertos individuos que, por el mero hecho de dedicarse a ello, son políticos. Cuando alguien se erige en portavoz del pueblo ya es político; cuando alguien pugna por elevar los intereses de su grupo por encima de los demás ya es político; cuando alguien sugiere anular el voto ya es político. No importa si momentos antes se trataba de un poeta, un locutor de noticias, una académica, o una maestra.

El peor enemigo de la democracia es la demagogia. Es el paso que antecede al autoritarismo. Cuando los demagogos desprecian a los políticos están minando esa débil estructura que es la democracia. Porque siempre, detrás de quien habla, hay intereses de un grupo, hay vanidad y arrogancia y, muy frecuentemente, hay ignorancia. Precisamente por ello insistía hace unas semanas en el riesgo de los políticos que dejan de hablar entre sí para buscar el aplauso de las galerías: pavimentan el camino de los demagogos.

Si creemos que los políticos son malos es porque aún no conocemos a los santos ciudadanos con poder. Ojalá nunca lo hagamos.

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