septiembre 26, 2011

Aterrizaje

Héctor Aguilar Camín (@aguilarcamin)
acamin@milenio.com
Día con día
Milenio

Creía estar listo para morir sin vanidad, ni prisa ni protesta, pero no fue así durante la emergencia aérea del viernes pasado, cuando el avión de Interjet donde viajábamos Ángeles Mastretta y yo y Rafael Pérez Gay, no pudo aterrizar sino después de varios intentos en la ciudad de Chetumal.

Me dispuse a lo peor ese viernes cuando, por tercera vez, el avión hizo su acercamiento a la pista, dejó atrás las radiantes aguas de la laguna de Bacalar, envueltas en una niebla plateada y, ya con la nariz camino a tierra, fue alzado otra vez a las alturas por el piloto.

Una voz femenina dijo por el sonido que sabían cómo resolver el lío en que estábamos. A la exigente pregunta de un pasajero, que se dijo piloto y preguntó por el tren de aterrizaje, una azafata respondió, con eficaz vaguedad, que había un sonido en la compuerta izquierda.

El pánico estaba instalado desde hacía rato en el rostro de la pasajera que viajaba en el pasillo frente a mí, una hermosa gorda, morena, de bellas y delicadas facciones, cuyos ojos, abiertos como platos, miraban a todas partes.

La noche anterior Ángeles me había dicho, inusitadamente, pues no le da por ahí, que tenía un mal presentimiento. Nunca desoigo sus presentimientos porque, como mi tía Luisa, Ángeles tiene algo de adivina. Pero olvidé su prevención durante el vuelo, sumergido como estaba en la increíble, sangrienta y fundacional historia del emperador Constantino, hasta que el avión, luego de enfilarse a la pista por primera vez, aceleró de pronto, forzadamente, para volver a tomar altura. Pensé entonces que el presentimiento empezaba a cumplirse.

Imaginé el aterrizaje forzoso en el aeropuerto y un amarizaje alterno en la vecina laguna de Bacalar. Lo que me aterrorizó de ambas opciones fue la idea de quedar sepultado vivo, entre llamas o bajo las aguas, dentro del ataúd sellado de un avión.

Descubrí entonces que estaba listo para morir sin vanidad, ni prisa ni protesta, pero no de ese modo. Durante los 20 minutos que duraron mis funestas imaginerías, Ángeles reía a mi lado, divertida de la peripecia. Mentiría si digo que su risa me calmó.

Aterrizamos poco después; yo, con una poderosa y nueva certidumbre sobre la milagrosa, simple, gratuita disponibilidad de la vida.

Muy bien estuvo el piloto que tomó el control manual del avión, muy bien las azafatas que mantuvieron la sonrisa de palo y muy bien la gente que no produjo un solo desfiguro de exigencia o miedo.

Ay, Constantino, y pensar que lo último que iba a leer en la vida era tu terrible, triste, trascendente historia.

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