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Interludio
Milenio
Que Cordero no es carismático, dicen. Que es medio torpe, aseveran. Que no sabe hablar en público, ratifican. Que le falta personalidad, rematan…

De ser el caso, el hombre cumpliría de sobra con los requisitos exigidos. Pero, desafortunadamente, así no son las cosas en este país ni tampoco en una enorme mayoría de naciones donde —a estas alturas del partido todavía— un aspirante debe encarnar virtudes prácticamente sobrehumanas para convencer a los votantes.
La figura del héroe ejerce una fascinación innegable sobre la gente de a pie. Son ellos, los ídolos, quienes realizan aquellas tareas cuyo simple acometimiento nunca nos atreveríamos siquiera a imaginar; son ellos, los superhombres, quienes toman la delantera y nos resuelven así, a nosotros, el dilema de implicarnos en acciones que nos acobardan o que, simplemente, no nos convienen; son ellos, los campeones, quienes llevan sobre sus hombros el peso de la esperanza colectiva y la promesa del futuro.
Esos personajes, por cierto, prácticamente no existen en el mundo real o, en todo caso, viven en la oscuridad de un anonimato tan absoluto como injusto; esos personajes, más bien, son los protagonistas de las películas que miramos y de las novelas que leemos. Ahí, y no en la política, es donde debiera estar su ámbito de acción y nada más. Pero no; a los candidatos los queremos de gladiadores y, encima, guapos. A seguir buscando, pues…
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