septiembre 07, 2011

Diez

Diego Beas (@diegobeas)
ruta66@diegobeas.com
RUTA 66
Reforma

Ha transcurrido una década desde aquella soleada y trágica mañana de finales de verano de 2001. Difícil de creer en muchos sentidos. Pero no así en otros que han dejado transformaciones profundas y duraderas. El 11 de septiembre, en efecto, cambió el mundo. Cambió la forma en la que se luchan las guerras, en la que se concibe el alcance del poder militar, en la que se configuran las alianzas estratégicas, en la que se patrullan las calles, se vigilan los aeropuertos y un sinfín de otros temas que unos más y otros menos han reconfigurado y reordenado las jerarquías a lo largo de los últimos diez años.

Pero, quizá el cambio más importante de todos, el efecto más penetrante de aquel aborrecible acto de cobardía ideológica, el que sigue y seguirá modificando durante el futuro previsible el comportamiento de Estados Unidos, fue el fin de lo que algunos llaman la "inocencia Americana". El fin de esa noción histórica, tan enraizada en el carácter estadounidense, que ha situado al país y su proceso de construcción nacional al margen de las grandes corrientes que han dado forma al mundo moderno. Estados Unidos inventó y consolidó un proceso político propio que al menos durante el último siglo le dio la fuerza y energía necesarias para convertirlo en el actor más importante e influyente del sistema. El 11-S fue un golpe directo a la esencia de esa noción. Un golpe del cual el país aún no se recupera; un golpe cuyo efecto último, diez años después de haber sido propinado, todavía es difícil identificar.

La "guerra contra el terror", lanzada primero en Afganistán y luego en Irak, sería solo el comienzo de una larga serie de pasos en falso que sacaron al país de su eje de gravedad. Sobre todo, la obsesión del Gobierno de George W. Bush con Saddam Hussein y la confianza desmedida en la capacidad de la maquinaria bélica del país, fueron hundiendo y comprometiendo principios clave sobre los que se sostiene su legitimidad. De la tortura practicada en interrogatorios a prisioneros de guerra a la desconfianza que se instaló en el seno de la sociedad, el país se replegó al tiempo que salió al mundo a, en palabras del propio Bush, erradicar el mal. Muy pronto dilapidó el espíritu y la fuerza detrás de aquel famoso editorial de Le Monde publicado al día siguiente de los ataques que se titulaba "Nous sommes tous Américains". Por primera vez en la historia, el blanco era Estados Unidos; el mundo -al menos el occidental- estaba dispuesto a seguirle y apoyarle. Washington no supo qué hacer.

La reelección de Bush en 2004 y la creciente polarización política que experimentó el país ahondó los efectos e introdujo algunos de ellos al ADN del sistema político. Además de replegarse, el país cedió rápidamente a sus peores instintos: chovinismo, obsesión con la seguridad y falta de capacidad para articular un liderazgo amplio que viera más allá de las fronteras nacionales. En otras palabras, se cerró sobre sí mismo y, quizá como nunca antes en su historia, canceló el debate vigoroso y racional que le había sacado de sus peores crisis.

La pérdida del Congreso en 2006 y, en mayor medida, la llegada de Obama a la Casa Blanca en 2009 trajeron un freno temporal a esa deriva. Sin embargo, desmontar el aparato institucional creado después de 2001 ha resultado mucho más difícil de lo previsto. El país y sus instituciones no funcionan bien en condiciones de polarización extrema. La herida política provocada por el 11/9 está lejos aún de cerrarse.

Escribo este texto en un vuelo camino de Washington. Camino del aeropuerto desde el que despegó el vuelo 77 de American Airlines y que, una hora más tarde, se empotraría en uno de los costados del Pentágono. Desde entonces, el país ha cometido muchos errores, menos aciertos y se encuentra todavía a la búsqueda de algo que le permita reemplazar esa noción que le dio fuerza y seguridad durante tanto tiempo. No será fácil encontrarlo. Pero si en algún lugar habría de buscar, aconsejaría que lo hiciera en el epicentro, en la zona cero de la tragedia. En Nueva York.

Diez años después, la ciudad no solo se ha recuperado del golpe, se encuentra en el que quizá sea el mejor momento de su historia. La vida económica se ha restablecido, se encuentra más abierta al mundo que nunca, la inmigración y diversidad florecen, su vida económica se transforma de una capital de servicios a un hub de conocimiento, la riqueza y pujanza se extienden a sus márgenes. ¿La clave? Una enorme e inigualable capacidad de auto reinvención apuntalada por diez años de un liderazgo político competente. El resto del país bien haría en seguir su ejemplo. No será fácil replicarlo, pero tiene mucho que aprender.

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