Reforma

Sesenta y nueve años después del suicidio de Entwistle, los sobrevivientes del impacto inicial a las Torres Gemelas subieron a la azotea y supieron que la estructura no resistiría. Algunos decidieron lanzarse al vacío como un último acto de libertad, para ser dueños de su muerte. La tragedia alcanzó una notoriedad que no tuvo Peg Entwistle. La actriz cuestionó el alcance de la fábrica de sueños. La barbarie del 11 de septiembre de 2001 acabó con la idea que teníamos del cielo.
En unos días se cumple una década de la tragedia. El atentado puso en práctica el ideal despótico del vanguardista Marinetti de transformar la guerra en espectáculo. El primer avión se incrustó en la mole de cristal como un cataclismo; el segundo fue un acto de calculada dramaturgia: el terror como instrumento de comunicación (fue captado en tiempo real, con la veracidad acrecentada de una superproducción fílmica).
Los aviones, vehículos unificadores de la modernidad, se convirtieron en armas. Esto no significó el fin de la globalización, pero transformó el cielo en campo de la paranoia. En la última década volar ha sido la molestia autoinflingida más común. Los filtros de seguridad en los aeropuertos se transformaron en zonas de detención; los líquidos se redujeron al máximo en los equipajes de mano; el pánico se extendió con tal fuerza que otorgó verosimilitud al despropósito (en México un profeta del fin de los tiempos secuestró un avión simulando que llevaba una bomba en una lata de jugo).
El horror propagado por Al Qaeda dependió de la resonancia mediática. Las imágenes no registraron cadáveres; se parecieron a los efectos especiales con los que Hollywood monta el apocalipsis cada año. Esa condición de tecnología aplastada e "impersonal" permitió contemplar la secuencia una y otra vez. No había sangre, testimonio de la pérdida humana; había escombros, dinero esfumado en humo.
El colapso del skyline representó un límite histórico. Comenzaba una guerra sin frente ni retaguardia, ante un enemigo conjetural, que operaba al interior del sistema. El cielo amanecía como amenaza. Esa vulnerabilidad ha puesto en duda la arquitectura vertical. ¿Tiene sentido desafiar la gravedad con imanes del peligro?
La demencial fuerza del ataque, y el hueco de muerte que dejó, volcó a un amplio sector de Estados Unidos al patriotismo. Al mismo tiempo, obligó a la revisión histórica de una política exterior que ha sembrado enemistades en los más diversos confines. Otro 11 de septiembre, Washington conspiró para que cayera el gobierno legítimo de Salvador Allende. No faltaron quienes entendieron los aviones de 2001 como los vuelos más demorados de la historia, portadores de una rezagada venganza por las afrentas sufridas en Vietnam, Hiroshima y Nagasaki. Pero la escala del atentado frena toda idea de retaliación. No hay modo de que el espanto compense otras atrocidades. El álgebra del fuego sólo suma cero, atinado nombre de la zona devastada en 2001.
Por primera vez los estadounidenses se supieron vulnerables en su propio territorio. Esta conciencia de la mortalidad no llevó a una respuesta reflexiva, sino a la absurda guerra contra Irak. En vez de inaugurar una ética de la debilidad -la razón que asiste al ultrajado-, George Bush apeló al destino manifiesto, la guerra santa, la cruzada contra los infieles, la rabia del monstruo herido. El Hombre Araña (que una vez salvó las Torres Gemelas) sabe que los poderes entrañan responsabilidad. Bush buscó la lógica de otro superhéroe: la kryptonita justifica la ira de Superman. Esta ideología de la fuerza (la herida hace más fuerte al poderoso) provocó a la postre la derrota de los republicanos. La elección de Obama dependió, como nunca antes, de la agenda internacional y trajo un viraje en las estrategia contra el terror: de la guerra de ocupación a la eliminación selectiva de enemigos.
Si el atentado de Al Qaeda dependió de la visibilidad, la eliminación de Bin Laden dependió del ocultamiento. El integrismo islámico castigó a sus adversarios con la imagen y recibió en castigo el secuestro de la imagen. No hubo fotografías del cadáver de Bin Laden. El terrorista acabó en el mar, difusa gruta sin santuarios.
A los 24 años, Peg Entwistle se lanzó desde el letrero que justificaba su oficio. Su muerte no desmitificó a Hollywood. Ese gesto individual pasó al olvido. El ataque a las Torres Gemelas tenía un cometido simbólico más grave: aniquilar la mitología de Nueva York. Esta vez, el suicidio fue un acto de resistencia. En la azotea, algunos no quisieron ser víctimas: fueron pájaros y volaron para negar a sus verdugos.
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