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RUTA 66
Reforma

Lo interesante de #OccupyWallStreet es que forma parte de una cadena de protestas internacionales que se extienden de la plaza de Tahrir en El Cairo al bulevar Rothschild de Tel Aviv, pasando por la madrileña Puerta del Sol. Cada protesta tiene un contexto y unas características propias; pero todas comparten un elemento común: son sociedades politizadas e indignadas que descubren el enorme poder de la esfera pública en red. Es decir, el potencial organizativo y discursivo de nuevas herramientas que cambian la dinámica y la forma en la que se vertebra la relación entre ciudadanía y gobierno.
La protesta en Nueva York fue convocada originalmente por la revista canadiense Adbusters, la aguda y sui generis publicación que lleva años -décadas en realidad- burlándose del mundo corporativo y sus efectos en la cultura. ¿El blanco central de la protesta? Ninguno. Al menos no un catálogo detallado de reivindicaciones. Y en parte, en ello radica su importancia.
Al igual que las protestas que estallaron en España durante la primavera -y que continúan, la semana que viene buscan sacar a la calle a cientos de miles-, las de Nueva York surgen, mucho más que desde una estructura política vertical y centralizada, del enfado ciudadano -horizontal y descentralizado- de cientos de miles de personas que entienden que el business as usual de la política profesional no tiene porque ser más. Entienden que ahora existen mecanismos para, por una parte, exigir una rendición de cuentas real y permanente -es decir, para transparentar las acciones de gobierno-; por otra, para cambiar la forma en la que se toman las decisiones públicas. Quitarle peso a los centros de poder tradicionales y reivindicar lo público como un espacio vital para la toma de decisiones -y el funcionamiento democrático-.
Ahora que la protesta ha cobrado cuerpo y los medios le prestan atención, se especula sobre su agenda, sobre su capacidad organizativa y sobre el efecto que tendrá en la política tradicional -elecciones, políticas concretas, regulaciones, etc.- . Yo diría que por ahora nada de eso importa. El poder de este nuevo tipo de movimiento, sobre todo al comienzo, es mostrar la potencia de las nuevas formas de organización; revelar el hartazgo y la fuerza de la ciudadanía; la posibilidad de confeccionar una estructura eminentemente política sin los dos intermediarios hasta hace muy poco imprescindibles (los políticos profesionales y los medios de comunicación). Correr el velo, en otras palabras, y mostrar la serie de interconexiones políticas ciudadanas que ya existían pero resultaba difícil visualizar (este punto es clave para aquellos que se preguntan por qué algo similar no sucede en países con condiciones sociales mucho peores: porque esas conexiones ni existen ahora ni han existido, es así de sencillo; la tecnología no las crea, simplemente las revela).
El reto para #OccupyWallStreet, como también lo es para el movimiento del 15-M, es mantener el impulso, el ímpetu inicial partiendo de antemano de la convicción de que se trata de una prueba de fondo. De no olvidar que con lo que se ensaya es nada menos que con la regeneración del tejido político mismo.
En el corto plazo hay dos aspectos que me interesan sobre la evolución de la protesta. Por una parte, cómo se medirá ante el Tea Party. Es decir, cómo reaccionará el establishment -los medios, los políticos profesionales, etc.- ante la aparición de un movimiento que intenta apretar las tuercas del sistema desde el ángulo opuesto. El segundo tiene que ver con el efecto que tendrá en el framing de la elección del año que viene. Hasta qué punto obligará a Obama a modificar la forma en la que diagnostica la realidad y construye su discurso.
El resto, por el momento, importa poco. Si la fuerza de la protesta es real y duradera, se abre un nuevo y fascinante capítulo en la política estadounidense.
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