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Profesor del ITESM-CCM
El Universal

Para algunos, Jobs era un tirano megalómano, fanático del control, que regía un imperio casi teocrático: Apple. Para otros fue el equivalente a Thomas Alva Edison en este cambio de siglo.
Como se sabe, fundó Apple a mediados de los 70, junto con Steve Wozniak, empresa que produjo una de las primeras computadoras personales a inicios de los 80. Luego fue avasallada por la aparición de la IBM PC, y a pesar de que Jobs introdujo al mercado en 1984 la MacIntosh (con la interface gráfica que todos conocemos hoy), la empresa sobrevivía a duras penas. Jobs fue despedido de Apple en 1985, y fundó NeXT que nuevamente fue un fracaso comercial, a pesar de los avances tecnológico-humanos que tenía. En esos días compró el área de animación de LucasFilm, que renombró como Pixar. A mediados de los 80, Jobs era un fracaso más en la industria.
En 1996, sin embargo, Apple compra a NeXT y Jobs regresa. Y estos 15 años son totalmente diferentes: ahora los avances tecnológicos van de la mano del éxito comercial: las Mac, iTunes, iPod, iPhone, iPad. Jobs revoluciona la industria de la música, de la comunicación remota, y sigo pensando que los iPad (y seguidores) transformarán la educación.
La comparación de Jobs con Alva Edison es mucho más pertinente de lo que se piensa. Ambos son figuras indispensables en la creación de lo que se conoce como una tecnología de propósito general, la aplicación amplia de un avance técnico previamente muy restringido. El efecto de estas tecnologías de propósito general es inmenso (de hecho, es lo que Marx confundió con “modo de producción” para que lo imagine usted más fácilmente): son fuente de innovación, primero reducen y luego amplían la productividad del resto de los sectores, alteran la distribución del ingreso, transforman el mundo. Ni Alva Edison fue el único creador de la electricidad, ni Jobs de las tecnologías de información, pero ambos son las figuras paradigmáticas.
Como otros miembros de su generación (nacidos a la mitad de los 50), en su adolescencia conoció y se enamoró de una tecnología entonces sólo para iniciados. Si fueron a la universidad, fue por poco tiempo (un año en el caso de Jobs), pero vivían para su sueño tecnológico, que pocos años después los convertiría en millonarios, y al resto del mundo le permitiría continuar creciendo, a pesar de que hoy somos siete mil millones de seres humanos, no los tres mil que había cuando ellos nacieron. Menospreciamos lo que estamos viviendo.
La aparición, los éxitos y fracasos, la transformación del mundo que esa generación produjo ocurrió en Estados Unidos, porque sólo ahí pudo haber ocurrido. El espacio para innovar, para crear y fracasar, rápido y con poco sufrimiento, no era algo generalizado en el mundo a mediados de los 70 ni en las décadas posteriores. No lo es hoy en México, por ejemplo.
La innovación exige destrucción, aunque sea difícil entenderlo. Lo nuevo cuesta, implica abandonar lo viejo, y con ello lo conocido y lo acostumbrado, y los seres humanos no somos buenos para eso. Cuando construimos nuestra sociedad para reducir en lo posible el sufrimiento del cambio, impedimos la innovación. Cuando defendemos unos empleos, impedimos la creación de otros nuevos; cuando evitamos la quiebra de empresas, reducimos la creación de otras nuevas; cuando nos aferramos a las ideas que conocimos, cerramos nuestra mente a algo distinto. Y cuando el mundo entero vive de la innovación, cuando llevamos poco más de dos siglos creando y creciendo, quienes impiden los cambios empobrecen.
América Latina, México especialmente, lleva esos dos siglos tratando de impedir los cambios. Y luego se sorprenden de que seamos un continente atrasado y desigual, comparable sólo con África. No hay de qué sorprenderse: cuando es más importante el pasado que el futuro para delinear nuestra vida, el cambio es inaceptable, es decir, la innovación, es decir, la destrucción creativa.
Decía ayer EL UNIVERSAL: “Adiós a un hombre que cambió al mundo”. Pudo hacerlo porque el cambio, en su contexto, era no sólo aceptable, sino anhelado. Como vamos, eso jamás podrá decirse de un mexicano.
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