abril 03, 2011

'Monarcas o cucarachas' por Paco Calderón



Gaddafi y los yanquis

Jean Meyer
Profesor investigador del CIDE
jean.meyer@cide.edu
El Universal

Ahora, por más que digan lo contrario, lo quieren, como en el Viejo Oeste “dead or alive”. ¿Quién pagará la prima a los cazadores? No sé, pero creo que se cobrarán solos y a su manera. Gracias a WikiLeaks conocemos los intentos de la embajada estadounidense en Trípoli para entender al personaje, para elaborar un retrato psicológico del “Guía”, del “Líder de la Revolución de las Masas”, la Jamahiriya libia. Para esa fecha, 2009-2010, Muammar Gaddafi había dejado de ser el mad dog, “perro loco” bombardeado por Ronald Reagan y era un socio valioso contra Al-Qaeda.

Para preparar el viaje de Gaddafi a Nueva York —iba a la Asamblea General de las Naciones Unidas del otoño de 2009— el embajador Gene A. Cretz intentó lo imposible: captar la personalidad del imprevisible entre los imprevisibles, en un memorando secreto que ha dejado de ser secreto gracias al soldado norteamericano que dio a WikiLeaks el acceso a cientos de miles de documentos clasificados como confidenciales. Entre otras cosas, el embajador apunta: “La tentación es muy grande de interpretar como manifestaciones de inestabilidad sus numerosas excentricidades, pero Gaddafi es una personalidad compleja que ha logrado mantenerse en el poder durante 40 años, en un equilibrio inteligente, combinando interés y realismo político. Mantener el contacto con Gaddafi y su primer círculo no es solamente importante para entender las motivaciones del dictador que tiene el récord de longevidad política (perdón, señor embajador, usted olvida a un patriarca nuestro, por cierto amigo de Gaddafi), sino además para corregir percepciones erróneas que se acumularon a lo largo de los muchos años durante los cuales quedó aislado”.

Como cualquier psicólogo, el embajador intentó sacar conclusiones de lo que llama los “gustos” del examinado: le interesan sus reacciones frente a las festividades del aniversario de la revolución de septiembre 1969 y concluye que, no cabe duda, al señor Gaddafi le encantan las carreras de caballo, como buen beduino que es, y…el flamenco. Pero lo más importante es que el acercamiento entre Estados Unidos, Libia y Argelia es más que justificado por la amenaza representada por Al-Qaeda en África del Norte y en el Sahara, desde la costa atlántica hasta Egipto y desde Argel hasta Chad, Mali y Níger. Además, desde 2003, desde la guerra de Irak, Gaddafi había puesto sus barbas a remojar y, para no conocer la suerte de Saddam Hussein, había renunciado en seguida a las armas de destrucción masiva y proporcionado información valiosísima a EU, sobre Osama bin Laden.

La famosa “lucha contra el terrorismo” lo explica todo. Los telegramas diplomáticos norteamericanos entre 2008 y 2010 insisten en la buena voluntad de los dirigentes de los países mencionados, que se sienten amenazados por “Al-Qaeda en el Magreb Islámico” (AKMI). Cooperan discretamente, lo hacen muy seriamente, y aprovechan la obsesión yanqui, nunca desmentida, de ganar su guerra mundial contra el terrorismo. Así Gaddafi se compró una nueva virginidad puesto que, según un memorando de la embajada en Trípoli, “Gaddafi no manifiesta más reticencia para enlistarse con Africom” (el mando militar estadounidense para África, alojado en Alemania, en Stuttgart, el mismo que dirige la guerra presente contra Gaddafi). Después de largas negociaciones, el líder aceptó recibir debajo de su tienda beduina (“jaima”) de hijo del desierto al general William Ward, comandante en jefe de Africom. La entrevista duró más de una hora y resultó muy positiva. Gaddafi dijo que trataría con gusto “con la nueva América (…) dado que desde la elección de Barack Obama imperaba el espíritu de cambio”.

El general Ward, en sesión de trabajo anterior con uno de los hijos de Gaddafi, Muatasim, encargado de los asuntos de seguridad nacional, había garantizado que Estados Unidos no pediría nunca bases militares en Libia: las tuvo, con los ingleses, hasta que en 1969 el capitán de 27 años, Muammar Gaddafi, cerró dichas bases. A consecuencia de todo esto, el embajador Cretz pudo informar a Washington que “Libia es un socio esencial en la lucha contra el terrorismo” frente a la inestabilidad de los regímenes débiles del Sur, donde el terrorismo podría crear “un cinturón desde Mauritania hasta Somalia”. Concluía prudentemente que el mensaje público del “Guía” no ha cambiado, no admite presencia militar en Libia y proclama que “África rechaza Africom”. Considera que los europeos son los principales responsables de los malos de África, que la banca suiza sirve a financiar el terrorismo; en una palabra “mantiene su discurso estricto sobre la soberanía nacional”.

¿Por qué Estados Unidos, el Reino Unido y Francia cambiaron de repente y calificaron de “genocida” a su perro guardián?

Desterrar el odio

Enrique Krauze
Reforma

A Javier Sicilia, que sólo conoce el amor.

Amparada en el anonimato, la intolerancia política está muy presente en los correos electrónicos, los blogs y las redes sociales, tan prodigiosas por lo demás. Está en la política editorial de algunas publicaciones, en no pocos articulistas y en los comentarios a las noticias en línea. Ha estado siempre en el discurso de un sector de la derecha clerical y caracteriza también a una corriente radical de la izquierda. Está en los conciliábulos del Yunque y los marchistas de siempre. En tiempos recientes, la intolerancia ha descendido un escalón: se ha convertido en odio.

Me atrevo a sostener que el odio no ha sido el motor principal en nuestros conflictos históricos. La Independencia no estalló debido al odio sino al resentimiento criollo, que es distinto. Si bien la Reforma tuvo en el inicio un elemento de odio por parte de la Iglesia, mientras la sangre no llegó al río, permaneció acotado a ese ámbito. Los liberales y los conservadores no se odiaban, pero un solo hecho de sangre (la matanza de Tacubaya, el 11 de abril de 1858) borró de la escena a los moderados y marcó el ascenso de los jacobinos. A raíz de esos hechos, los versos de Ignacio Ramírez destilarían odio e Ignacio Manuel Altamirano pediría la ejecución de los curas.

Porfirio Díaz fue objeto de recelo, rechazo, coraje, molestia, hartazgo, todo lo que se quiera pero no particularmente de odio. Aunque Huerta concitó el odio de muchos por derramar la sangre de un justo, a las fuerzas revolucionarias que disputaron el poder tras su caída no las movía el odio, ni siquiera la intolerancia, sino razones de toda índole, algunas elevadas, otras deleznables. A veces, se iban "a la bola" porque sí, o -como Demetrio, el personaje de Los de abajo- por motivos que él mismo ha olvidado.

No creo que el reinado del PRI se haya caracterizado por el odio. Fue siempre autoritario, pero no encuentro odio en él ni en sus opositores de izquierda, cuyos agravios eran, al fin y al cabo, terrenales y seculares. Entre la derecha cristera y sinarquista y el régimen revolucionario sí se reeditó, por momentos, el odio teológico del siglo XIX, como genialmente expresó López Velarde: Católicos de Pedro el Ermitaño / y jacobinos de la época terciaria. / (Y se odian los unos a los otros con buena fe).

"El odio no ha nacido en mí", declaró ominosamente Díaz Ordaz el 1 de septiembre, como señal clara del odio paranoico que lo llevaría a cometer el crimen de Tlatelolco. Ese hecho de sangre dejó una estela de profunda indignación que llevó a muchos jóvenes a la desesperación y al gobierno a la Guerra Sucia. Con todo, en las polémicas ideológicas de los ochenta y aún en el Neo zapatismo tampoco percibo odio. Los mexicanos -con todas nuestras diferencias- supimos enfrentar y sortear las sucesivas crisis sexenales con una tolerancia admirable y sin atisbos de odio.

Las cosas han cambiado mucho desde el año 2006. Hemos reincidido en los dos componentes históricos del odio: las querellas político-ideológicas (descendientes directas de las teológicas) y los ríos de sangre que han corrido y siguen corriendo por cuenta del crimen organizado. En el primer caso, el odio proviene directamente de la impugnación (injustificada, en mi opinión) que se hizo al resultado de aquellas elecciones. En el segundo, el odio proviene del rechazo a la actual política de seguridad. Ambos odios se dirigen contra el gobierno pero también contra el vasto espectro que no comulga estrictamente con esas dos posiciones.

El odio es una pasión que daña y degrada sobre todo a quien lo siente. El odio es ciego, insondable, irracional, insaciable. Algo que compromete al alma entera. El odio es una forma extrema de la dependencia: vive fijo en su objeto. Por eso no crea, incendia. Y por eso importa desterrarlo de nuestra atmósfera moral. ¿Cómo?

En el caso del odio político-ideológico, la solución es extremadamente difícil, pero no imposible. Quienes lo ejercen (y padecen) tendrían que tender puentes de diálogo civilizado y respetuoso con quienes no piensan como ellos, con quienes no ven a México como un país dividido entre "puros" y "traidores". No bastan las abstractas declaraciones de amor. Tendrían que ponerlo en práctica con una propuesta de reconciliación nacional que llegue a las redes, a los blogs, a los sitios de internet, a las páginas editoriales, a las mesas de redacción y a las conciencias.

Desterrar el odio generado por la violencia criminal es aún más difícil. Quienes impugnan la política de seguridad en su esencia (no sólo, como es mi caso, en su oportunidad y estrategia) han transferido hacia el gobierno el repudio que debería dirigirse hacia los narcotraficantes (que son los verdaderos verdugos de esta historia). Ante la frustración, la impotencia, la tristeza que todos sentimos frente al poder del crimen sin rostro, muchos han buscado un responsable con rostro, un rostro a quien odiar, y lo encuentran en el gobierno. Es comprensible, por cuanto el gobierno debería ser el garante de la seguridad. Pero no es admisible diluir, relativizar u obviar la culpa originaria, la de los criminales.

Cegar en sus fuentes los ríos de sangre llevará mucho tiempo y una estrategia múltiple, complejísima y global. Pero aún en esa tarea, el odio (incluso hacia los criminales) es estéril. Toda nuestra atención debe centrarse en concebir ideas constructivas, inteligentes, novedosas para que en este país que alguna vez caracterizó la cortesía y la convivencia, el patriotismo y el amor (al terruño, a la Virgen, a la familia, a la bandera), se vuelva a respetar la vida humana.

La factura de Calderón

Ivonne Melgar
Retrovisor
Excélsior

El Presidente aún no inicia su reparación de daños, aumentados con la nada inocente declaración de Cecilia Romero.

El saldo mexiquense desnudó las intenciones fallidas y los flancos débiles del presidente Felipe Calderón y del gobernante capitalino, Marcelo Ebrard, promotores de una estrategia pactada que se les revirtió.

Porque la alianza electoral PAN-PRD estaba diseñada para que ambos se fortalecieran hacia 2012 al reducir los márgenes del principal puntero del PRI, el gobernador Enrique Peña Nieto, y del único candidato presidencial ya en campaña, Andrés Manuel López Obrador. Pero ocurrió todo lo contrario: frente al proceso de su relevo, Calderón tiene ahora un margen menor al de hace una semana y sujeto al ritmo y al modo del aventajadísimo mexiquense.

Con el mismo déficit, Ebrard se vio obligado a un destape con prisa para acallar la idea de que la derrota de sus intenciones aliancistas lo dejaban fuera de la competencia presidencial. Y este movimiento quedó supeditado a los saltos de López Obrador.

Porque para aumentar la factura del descalabro tanto Peña como AMLO se fortalecieron.

El gobernador lo hizo como operador y líder de los suyos al inclinarse a favor de Eruviel Ávila, dejando en el camino al que era considerado su delfín por propios y ajenos, Alfredo del Mazo.

Mientras que el ex gobernante capitalino se robusteció electoralmente porque ganó como adversario número uno de la agonizante coalición.

La factura de las intenciones frustradas del Presidente y del jefe de gobierno capitalino resulta costosa no sólo por la apuesta perdida, sino porque el escenario que cada uno tiene frente a sí es aún más cuesta arriba.

Marcelo emprendió pronto la reparación de los daños levantándole la mano a Encinas como “único candidato de las izquierdas” y dándole carpetazo a la pretensión de la alianza.

La factura sin embargo está ahí: Ebrard nunca convenció a Encinas de convertirse en el candidato del PAN-PRD porque él jugó a favor de López Obrador. Y porque Encinas no pretende pelear en serio por esa plaza, sino aglutinar a las tribus perredistas.

Tampoco logró Marcelo hacerse del timón de su partido. Peor: con un debilitado nuevo dirigente, Jesús Zambrano, volvió a sus arreglos con René Bejarano, cuya esposa, Dolores Padierna, es eficaz en el golpeteo a Los Chuchos. Y sin la fuerza para enfrentarse a López Obrador en la definición de la pelea mexiquense, Ebrard pospuso la fractura, escenario inevitable porque ambos quieren llegar a Los Pinos.

Con su doble rol de gobernante y destapado, Marcelo hará campaña con Encinas, en espera de una recomposición de fuerzas. Camaleónico, radicalizará el discurso y estará satisfecho de haberse cuidado de no aceptar la foto con el Presidente, su aliado táctico electoral. Y en lo oscurito, como ha sido todo con Calderón, seguirá alimentando la probabilidad de una alianza PAN-PRD hacia 2012.

A diferencia de su aliado táctico, el Presidente aún no inicia su reparación de daños, aumentados con la cero inocente declaración de Cecilia Romero, secretaria general de Acción Nacional, de que la dirigencia en Los Pinos había recibido la instrucción de concretar con los perredistas una candidatura para disputar el gobierno mexiquense.

La supuesta indiscreción encareció aún más la factura para Calderón, la cual le ha tocado pagar con intereses a medida que corren los días y nadie del blanquiazul se atreve a ponerle a la alianza su cruz de olvido.

Acusado de intromisión electoral por el PRI y de ofrecerle la candidatura de la coalición a Encinas, según López Obrador, Calderón paga el costo de las jugadas que le salieron mal a Ebrard y el fallido cálculo de Los Pinos de que lograrían el sí de Josefina Vázquez Mota para abanderar esa alianza.

Para colmo, el espejo mexiquense encarecerá una eventual inclinación por su delfín Ernesto Cordero o por uno de sus cercanos, ensanchando las ventajas de la diputada Vázquez Mota hacia la candidatura presidencial.

Para empeorar el panorama, a diferencia de Ebrard, antes de la debacle mexiquense, Calderón mostró sus cartas de aliado táctico e hizo públicas sus cavilaciones en torno a una coalición PAN-PRD para 2012, al asumir que los aspirantes blanquiazules son débiles.

Así de cara y larga es la factura, de cuya estrategia de pago comenzaremos a tener noticias esta semana.

Ya está todo muy podrido

Román Revueltas Retes
revueltas@mac.com
La Semana de Román Revueltas Retes
Milenio

La batalla contra el narco seguramente será ganada y en el camino quedarán muchos otros muertos. Pero el pronóstico de la otra guerra, la que resulta de una descomposición moral, es mucho más incierto. Estamos hablando de conductas delincuenciales generalizadas. Y así las cosas, ¿por dónde empezamos? ¿Cómo construimos un país de leyes? Urge limpiar la casa...
[Foto: Quadratín/Archivo]
Foto: Quadratín/Archivo

La indignación de la gente es perfectamente explicable cuando, como ocurre ahora en México, el Estado deja de cumplir con su primerísima obligación de garantizar la seguridad de los ciudadanos. Ahora bien, esta sociedad de criminales que tanto nos asusta la hemos creado entre todos. Pero, si bien es cierto que durante décadas enteras nos hemos acomodado a la realidad de la corrupción y, con ello, contribuido a la degradación moral de nuestro país, también hay que reconocer que nuestra responsabilidad es mínima en tanto que no tenemos ni hemos tenido, como individuos particulares, los recursos para combatir directamente el mal que nos aqueja.

Dicho en otras palabras, mirar hacia el otro lado, cuando sabíamos de raterías y sobornos (por no hablar de aspirar, nosotros mismos, a obtener una tajada del pastel), hizo que nos adormeciéramos en una holgada complicidad y que renunciáramos, de paso, a ejercer realmente nuestros derechos. O sea, que, en su momento, no exigimos que nos limpiaran la casa con la debida determinación y, ciertamente, nunca con la rabia que exhibimos ahora que nos hemos despertado del sueño. Hoy —acosados por los asesinos, los ladrones y los secuestradores— nos encontramos en un estado de indefensión que no guarda relación alguna con el castigo que pudieran merecer nuestros antiguos pecados: éramos todos vagamente disolutos, es cierto, pero aunque untáramos la mano del policía o pagáramos la consabida mordida para agilizar el trámite, nunca se nos ocurrió matar a nadie ni mucho menos pensar que todo aquello —ese universo de corruptelas, líderes charros, politicastros bribones, elecciones trucadas, discursos mentirosos y demagogias mendaces— nos iba a llevar inexorablemente a esto, a la pesadilla social que estamos viviendo.

La guerra de Calderón está encauzada a luchar contra un enemigo muy definido, ese tal “crimen organizado” que, al mismo tiempo, ha comenzado una sangrienta batalla para repartirse los territorios en disputa. Justamente, las bajas, en su mayoría, se deben a los enfrentamientos ocurridos entre los diferentes cárteles de la droga y este no es un detalle menor: la acusación de que una decisión estratégica del presidente de la República haya podido “agitar el avispero” no significa que el Gobierno sea quien esté masacrando a la gente, por más que se hayan acumulado más de 30 mil cadáveres desde que comenzara el sexenio del actual primer mandatario.

Es verdaderamente asombroso, además, que esta cifra de muertos sea utilizada como un argumento para criticar la actuación de Calderón siendo que, por sí misma, refleja palmariamente la colosal amenaza de las organizaciones criminales. La existencia de este poder paralelo es absolutamente inadmisible para el Estado mexicano. En este sentido, la contrapropuesta de llegar a una especie de “arreglo” con los cárteles no se puede tampoco sostener: tal vez resulte muy tentador el ofrecimiento de que van a dejar de matar pero su vocación delictiva es, por así decirlo, atemporal, o sea, sin fecha de caducidad. Y así como ciertos delitos no prescriben, la ilegalidad no es negociable a cambio de una tregua transitoria.

Esta batalla será seguramente ganada y en el camino quedarán muchos otros cadáveres. Pero el pronóstico de la otra guerra, la que resulta de una descomposición moral de la que casi todos hemos sido parte, es mucho más incierto. Porque, señoras y señores, al enemigo lo tenemos en casa: los “maestros” de Oaxaca que golpean a una mujer policía son parte del problema; el exiliado líder de los mineros es también un delincuente en todo el sentido de la palabra (y, miren ustedes, se ha agenciado el beneplácito de las centrales obreras de Estados Unidos y Canadá); los camorristas del SME destrozan maquinaria de la Comisión Federal de Electricidad, aparte de apalear a sus trabajadores, sin que nadie diga nada; los secuestradores detenidos en las prisiones usan teléfonos móviles a sus anchas para extorsionarnos a todos; muchos policías se dedican al robo y a la extorsión; hay jueces que, contra toda evidencia, dejan libre a un asesino; los funcionarios públicos exigen cuotas a los constructores para otorgarles contratos…

Estamos hablando de conductas delincuenciales generalizadas. Y así las cosas ¿por dónde empezamos? ¿A cuánta gente tenemos que encarcelar? ¿Cómo construimos un país de leyes?

Urge limpiar la casa. Pero ya está todo muy podrido.