Reforma

¿Se puede salir del laberinto de barbarie y violencia que estamos viviendo? Sí, sí se puede. Pero no será a base del trabajo legislativo y mucho menos a partir de la Ley de Seguridad Nacional que aprobó el Senado de la República.
El artículo 89 de la Constitución faculta al presidente de la República a utilizar las Fuerzas Armadas para preservar la seguridad interior. La ley aprobada por los senadores limita esa facultad supeditándola a las autoridades locales y, consecuentemente, viola la Constitución.
Tampoco saldremos del laberinto acotando territorialmente la intervención del Ejército y sometiéndolo a los gobernadores y presidentes municipales. Porque la propia Constitución establece que el comandante en jefe de las Fuerzas Armadas es única y exclusivamente el presidente de la República.
La Constitución subordina al Ejército y la Marina al mando de un civil, pero no de cualquier civil, sea éste gobernador o presidente municipal, sino al jefe del Estado mexicano. Este mando no es transferible a una autoridad local. Si lo fuera, se le restarían facultades constitucionales a la Presidencia de la República.
La verdadera salida del laberinto de violencia pasa por una transformación radical de las corporaciones policiacas. Mientras no se avance en ese terreno, el regreso de las Fuerzas Armadas a sus cuarteles será imposible. Y en esta materia hay responsabilidades que no pueden ser eludidas.
El presidente Calderón presentó una iniciativa de ley ante el Congreso para crear mandos policiacos únicos en cada una de las 32 entidades de la República. De otro modo resulta imposible modernizar y profesionalizar las más de 2 mil corporaciones municipales.
Esta iniciativa, sin embargo, está congelada en el Congreso porque existe oposición de alcaldes a los que se suman legisladores priistas y perredistas. Los otros responsables son los propios gobernadores que no han invertido en la profesionalización de las policías.
La pregunta cae por su propio peso: ¿qué es más importante: reglamentar la presencia del Ejército en labores policiacas, que no son de su competencia ni para las que fue entrenado, o crear policías profesionales y modernas que combatan a los delincuentes?
La respuesta es evidente. Pero los legisladores responden en la práctica lo contrario. Por eso el gran tema a discusión, hoy, es la Ley de Seguridad Nacional. Con un agravante. Si se legisla, como se ha hecho repetidamente, a base de intercambios mezquinos y retazos, la nueva legislación será mucho peor que la ley vigente.
El otro instrumento fundamental está en las labores de inteligencia. A mediados de julio, lo advirtió Felipe González, el bueno: 85 por ciento del combate al crimen organizado son labores de inteligencia; 15 por ciento labores operativas. Pero, concluyó el ex presidente de España, en México se hace al revés.
Profesionalizar y ampliar las labores de inteligencia no supone ni exige una nueva ley o una reforma constitucional. Ahí están el Centro de Investigación y Seguridad Nacional (Cisen) y, por supuesto, los servicios de inteligencia del Ejército y la Marina. Su coordinación supone decisiones propias de la Presidencia de la República.
¿Por qué no se hace o por qué se hace mal? La respuesta la tiene Felipe Calderón. Porque en ese ámbito su responsabilidad y competencia es total. Las oposiciones y los diferentes niveles de gobierno no tienen medios ni facultades para impedir su tarea.
Por otra parte, urge abrir el debate sobre la legalización o regulación de las drogas. El reciente manifiesto de los empresarios de Monterrey es una muestra de la conciencia, cada vez más extendida, de que la guerra contra las drogas es un fracaso completo.
No se puede cerrar los ojos frente a dos hechos fehacientes: pese a los más de 40 años de guerra contra las drogas, el consumo mundial no ha decrecido, se ha incrementado. Los niveles de violencia, en algunos países, como México, ponen en cuestión la seguridad nacional.
Hay un tercer hecho innegable: los enormes recursos que obtienen los cárteles de la droga superan con mucho el presupuesto que el gobierno federal dedica a los cuerpos se seguridad. Imposible, por lo demás, contener la corrupción y cooptación de autoridades locales y federales.
Por lo demás, la estrategia del gobierno contra el crimen organizado se funda en dos principios erróneos: 1) combatir a todos los cárteles al mismo tiempo; 2) enfrentarlos con toda la fuerza del Estado como si todos fueran iguales.
Y no, no se puede combatir a todos al mismo tiempo porque el Estado no tiene recursos para imponerse en esas batallas. La prioridad debe estar dictada por dos principios elementales: recobrar las zonas que se salieron de control e impedir el contagio de otros territorios o estados.
Y no, no todos los cárteles son iguales. No lo son por su manera de operar ni de formar delincuentes. Ahí están los ejemplos de La Familia y el Cártel del Golfo.
Pero además, no son iguales por el grado de peligrosidad y nivel de violencia que representan para la sociedad.
Basta comparar al Cártel de Sinaloa con los Zetas. La violencia de los segundos, que incursionan en delitos como el secuestro, la trata de migrantes, el derecho de piso y la piratería, contrasta con El Chapo, concentrado en el tráfico de drogas.
A la luz de esas diferencias, no suena descabellado el pacto entre la DEA y el Cártel de Sinaloa que describió El Vicentillo (hijo de El Mayo Zambada) en una corte de Estados Unidos.
Concluyo: salidas hay. Políticos responsables y eficaces, no. Corresponde a los ciudadanos presionar, exigir y denunciar.