diciembre 06, 2011

Paco Calderón




La indignación de los incultos

Rafael Cardona
racarsa@hotmail.com
El cristalazo
La Crónica de Hoy

Como si la pifia de Enrique Peña Nieto fuera la clarinada para el arranque de una carrera hípica, Ernesto Cordero sale en pos de los furlones del campeonato y se resbala en la primera curva de tan singular hipódromo: la cuadra de los ágrafos contra la seda de los analfabetos: confunde a una colombiana con una chilena y le mezcla los nombres a Isabel Allende y Laura Restrepo.

No hay relación posible entre ambas. Muy distintas sus literaturas.

Pero Ernesto, con la misma elocuencia con la cual defendió ante el mundo, primero y ante Josefina Vázquez Mota, después, su receta del capitalismo doméstico en los seis mil pesos mensuales (Chepinita los creyó gasto insuficiente apenas para un día) explica el motivo de su dislate: era muy temprano, como si la némesis y el funcionamiento neuronal fueran cosa de relojería.

—¿Sabe usted?, yo en la mañana no pienso, pero ya luego se me quita. ¿O cómo?

Grave hundimiento de pezuña cuando se quiere moler al contrario y se incurre en semejante chocarrería oportunista: hay de resbalones a resbalones. Pues mejor nos iría si estos aspirantes no viviesen en el jabonoso suelo de sus exhibiciones.

Pero no tiene sentido seguir con esto de los políticos y sus errores literarios. Nada más Churchill fue un estadista histórico y además Premio Nobel de Literatura.

En México nadie recordará al senador Martín Luis Guzmán, ni al diputado Jaime Sabines. Y ambos calentaron mullidos sillones en las cámaras para justificación de sus dietas en el Poder Legislativo.

Tampoco se habla, excepto para compararlo con los panistas de estéril biblioteca del secretario de Educación Agustín Yáñez sino del inmenso novelista de Las vueltas del tiempo o La creación. En ese sentido hasta Ramón López Velarde hubo pitanza en la Secretaría de Gobernación y José Gorostiza se levantaba al alba para vigilar el ruido de los trapeadores en la cancillería a las ocho de la mañana.

Pero mientras escribía “Muerte sin fin”.

Rosario Castellanos fue embajadora en Israel y si no lo hubiera sido, nada había menguado eso su habilidad creadora ni su talento literario. Rómulo Gallegos vivió un desastre en Venezuela. No gobierna Gabriel García Márquez en Cuba, pero Fidel lo tiene como literato de cabecera.

Mario Vargas Llosa quiso ser presidente del Perú y terminó como un atún fuera del mar, si se me permite la paráfrasis de su autobiográfico ensayo del pez en el agua.

El problema actual en México no es la ignorancia supina de los políticos. De casi todos los políticos. La realidad es peor: casi todos los mexicanos somos así. No podemos esperar mucho más de un país cuyo fracaso cultural es infinito. Las aspiraciones se terminan con la estadística: en México se lee en promedio medio libro por cada ciudadano y aun tenemos diez millones de personas incapaces de hacer la “o” por lo redondo.

Y cuando digo medio libro no me refiero nada más a la primera parte de El Quijote. Bueno fuera.

Ya no hablemos del drama cósmico de quienes apenas pueden leer los chismes de las actrices o ver, sin detenerse siquiera en los pies de foto, las revistas de lujo social.

Ayer Carlos Fuentes escribió sobre la muerte de Tom Wicker y se refirió al título-confesión de su libro sobre Richard Nixon: Uno de nosotros, implicando que Richard Nixon no era un extraño al bien y al mal —la ética— de los EU, sino un hombre eternamente insatisfecho que ascendió mediante la mentira y la teatralidad pública y que, una vez instalado en el poder, no pudo abandonar los vicios y tretas de su carrera, sino potenciarlos al máximo involucrando a la nación entera en el caso Watergate. Importante análisis del poder corruptor que afecta, quien más, quien menos, a todos los que lo tienen y lo abusan”.

En ese sentido Peña, Josefina, Andrés Manuel, Cordero, Fox, Calderón y todos ellos, con su incultura apabullante y su ligereza, son como nosotros. No son ignorantes políticos. Nada más son mexicanos. Son como el pueblo al cual, quieren conducir.

En una entrevista para Telemundo sobre este tema me preguntaron ayer:

—¿Entonces tenemos los políticos que nos merecemos?

—No, dije. Tenemos los políticos que podemos producir.

La brutal vacuidad

Javier Corral Jurado (@Javier_Corral)
Diputado Federal del PAN
El Universal

El hecho de que a Enrique Peña Nieto se le haya dificultado citar tres libros que le han marcado en su vida, en la feria de libros más importante de Iberoamérica, en la que presentó uno —presumiblemente de su autoría—, desató en las redes sociales y en círculos políticos una comidilla que pasó de la ridiculización a una especie de alerta nacional sobre la pobreza literaria del candidato priísta. Un tanto arrepentido debo confesar que me solacé en la grotesca y fui parte de ella, tuitié: “No hay duda, Enrique Peña Nieto es un caso excepcional en el mundo de las letras: ha escrito un libro, sin haber leído ni uno”.

Sin embargo, más allá de la anécdota que confirma la superficialidad de ese espíritu, la vacuidad conceptual mostrada por Peña, y su asombrosamente nula capacidad de improvisación, muestran en todo su esplendor el milagro logrado por la televisión: colocar en las preferencias electorales a un hombre que para salir al paso del embrollo ha dicho que cuando se pone a leer “se olvida de autores o títulos”, ni más ni menos que la respuesta de los que no leen y que para presumir se vuelven mentirosos.

Tengo por costumbre en mis clases de licenciatura e incluso en la de posgrado preguntar a mis alumnos cuántos libros han leído en el curso de su preparación personal, fuera de los que la escolarización obliga. El dato me permite identificar las potencialidades de diálogo con el auditorio, pero también me encuentra rápidamente con los insinceros. Eso nos mostró Peña Nieto, en sus dos vertientes.

Leer le da un sentido a la vida, escribir la compromete. Por ello es importante que los políticos lean y, mucho mejor, que escriban. Son referencias esenciales para el escrutinio público, claves para detectar y dar seguimiento a lo más cercano de su identidad verdadera. Entre el leer y el escribir está el pensar bien; indispensable en la acción de gobierno. Ni más ni menos que el principal campo de acción de la República de las Letras, en la que la palabra es el instrumento principal para el diálogo. Por eso los debates son tan atractivos en todo ámbito, pero de mayor importancia en las contiendas electorales, no sólo por la confrontación de ideas, sino porque pone en juego el bagaje cultural y el almacén de palabras que cada candidato trae.

Casi podría asegurar que, público amable, el preguntador quería encontrar ese bagaje, acercarse a esa identidad en Peña Nieto, buscaba un conocimiento adicional del hombre acicalado, en el lazo indisoluble que todo lector verdadero construye con un autor que le marca, con un libro que lo inspira, con la historia que nos confronta o que nos motiva. Después de leer el libro de Denise Dresser, El país de uno, mi hermana Leticia me mandó un mensaje que compartí con la politóloga: “Qué manera de escribir de esta cabrona; ya quiero salir corriendo a rescatar a mi país”. Estoy seguro que a Leticia difícilmente se le olvidará el nombre de la doctora Dresser ni el título de su libro, por más que la trate con esa confianza.

Pero la pregunta a Peña lo exhibió de otra manera, y nunca se imaginó su debilidad. Todo fue tumbos y deslices. Entre sus tres libros “Definitivamente la Biblia es uno de ellos”. “No la leí toda”, aclaró. Luego atribuyó a Enrique Krauze la autoría de La silla del Águila, de Carlos Fuentes, y dijo que sí ha “revisado ése de caudillos” de Krauze (del que tampoco podemos saber si se refería a Caudillos Culturales de la Revolución Mexicana o Siglo de Caudillos, de Tusquets). Ya en el atolladero, dijo que leyó “uno que habla de las mentiras de ese libro del historiador”. Refirió una trilogía de Jeffrey Archer y uno de Enrique Serna sobre el dictador del siglo XIX Antonio López de Santa Anna.

No es el mundo de los libros un mundo que le sea propio, ahora lo confirmamos. Por eso no ha sido suyo el mundo de las ideas en su posicionamiento público, lo sabíamos. ¿Cómo es entonces que ha llegado tan lejos en las encuestas? Eso es lo interesante. ¿Basa su imagen en una espléndida acción de gobierno? Tampoco. Las estadísticas no lo confirman así en el Estado de México, donde se localizan varios de los índices más vergonzosos en inseguridad, pobreza, competitividad y transparencia.

Peña Nieto es pura imagen. Es una invención de la mezcla negra de publicidad con propaganda que se disfrazó de cobertura informativa, en cuya producción sobresale Televisa, con cargo a los mexiquenses, pues son miles de millones de pesos los destinados a esa fabricación. Ayuno de un pensamiento político propio, se ha mantenido protegido, resguardado por conductores serviles en entrevistas a modo en la principal pantalla de la televisión mexicana. Nadie lo despeina. Ensayado en sus ademanes, memorizadas varias de sus intervenciones, su imagen se trasladó a los mexicanos como símbolo de éxito, ecuanimidad y fuerza. Ha sido profusa su presencia mediática, en noticieros, aunque su inteligencia sea confusa, y su lectura difusa. No cuenta el proyecto, sino el rating.

Pero el cuidadoso e imperturbable Peña Nieto ha cometido el primer desliz. Sin atril, sin los encuadres exactos de las cámaras, sin guión, ni entrevistadores light, no sabe qué hacer. La FIL lo descubre como escritor, y también en su brutal vacuidad.

Los riesgos de la (in)cultura

Marcelino Perelló
Matemático
bruixa@prodigy.net.mx
Excélsior

Espero, por su tranquilidad y por la nuestra, que sus escoltas sean más capaces que quienes le preparan sus apariciones en público. Digamos, y no nos equivocaremos, que es un hombre abrumado por el aluvión de tareas que debe atender. No en balde es, con harta probabilidad, el futuro Presidente de México.

Pero que no me venga con historias. Mientras lo peinan (porque obviamente no se peina solo, como usted o yo) tenía tiempo de sobra para echarle un ojo a esa lista de preguntas más que factibles obligatorias, y a sus respuestas respectivas, para su aparición en la FIL.

Pero no. Peña Nieto pecó no sé si de soberbia o de indolencia. Y se presentó desnudo, como aquel rey, desnudo ante el pelotón de fusilamiento. Pelotón que le disparó -digámoslo todo- balas de salva, pero que fueron suficientes para aniquilarlo.

Quiero pensar que perdió el papel. Y perdió los papeles. Alguien debió haberle escrito los nombres de tres, cuatro, libros que pudiera mencionar, caso hubiere. Prefiero pensar eso a suponer que nadie le escribió nada. Porque si así fuera, no estaríamos hablando de un hombre poco leído, o de plano no leído, sino de uno lerdo, imprudente.

Y permítame decirle, sin querer ofender al futuro inquilino de la casona de Molino del Rey (que aunque suene quijotesco es preferible a Chivatito), que ignorante no es tanto el que ignora, sino el que ignora que ignora o, con más precisión, el que pretende que los otros ignoren que él ignora.

Si algo debemos exigir a un gobernante, no es que sea letrado, sino que sea sagaz, astuto. Y Peña Nieto demostró la semana pasada que no es ni una cosa ni otra. Se vio atrapado en una encrucijada que no había previsto (¿?). O que alguna razón le impidió llegar preparado a ella. Y demostró una torpeza ejemplar. Mala señal. Off side.

Un hombre ilustrado, hábil e inteligente no es necesariamente un lector incansable. He conocido hombres perfectamente cultos y abusados que no han leído una línea, sea porque leer les aburre, sea porque son analfabetos. Los caminos de la cultura son múltiples, abigarrados e impredecibles. Basta, por ejemplo, rodearse de gente que sí lee. Y hay mil otras vías. La vida, si la sabe uno vivir, es el mejor de los maestros.

Yo mismo, para no ir más lejos, soy un lector deplorable. Habré leído sólo unos cinco mil libros. Quiero decir, cinco mil lomos de libros. Y desde joven supe que Karen Horney es una sicoanalista y que Lorenzo El Magnífico no es un torero.

También soy, pues, un buen lector de solapas. Aceptable. Pero así como para echarme una obra completa, de pe a pa, qué quiere que le diga, menos. Entre otras cosas porque al leer un libro lo echa uno a perder; en primer lugar, desde el punto de vista meramente físico: se le curvan las esquinas, las portadas se desgastan y luego nunca falta la pinche gota de café.

Yo los libros los quiero impecables. Pulcros, tiesos y firmes. Que crujan cuando los abre uno, si no se tiene más remedio. Y sobre todo, un libro se echa a perder cuando, al leerlo, pierde todo el misterio que encerraba. Ya lo sabe uno. A veces, excepcionalmente, regresa uno y se los echa por segunda vez, e incluso puede resultar que se goce (no vaya usted a olvidar ni por un momento, caro leyente, que el goce no es siempre placentero) más que la primera.

En otras palabras, los libros son como las mujeres. Una vez que las posee uno, ya perdieron buena parte de atractivo, de su encanto. (Antes de que me eche encima alguna vieja militante y brillantes, es posible que con los hombres suceda, poco o mucho, lo mismo. Pero no estoy seguro de que la cosa sea simétrica del todo).

Cuenta Somerset Maugham, ya no sé en cuál de sus solapas, que cuando la joven recién casada le reclama al esposo: "Cuando éramos novios me mimabas más", a lo que el bisoño cónyuge contesta: "Querida, uno no corre tras el tranvía después de haberse trepado". Lágrima al canto. No, pos sí. Pues con los libros, más allá o más acá, sucede lo mismo. Casanova era un bibliófilo, profunda e irremisiblemente hastiado.

Que el capitán del navío no haya leído una carta náutica en su puta vida no representa ningún problema siempre y cuando sepa navegar. Cuando el gran almirante llega a las costas de las Indias Occidentales a fines del XV, no contaba con ningún mapa. No sólo porque se aventuró por aguas procelosas e ignotas, sino porque, simplemente, tales refinamientos no existían, y el saber, tanto el de llegar a buen puerto como el de construir catedrales, se transmitía de manera oral. Y el de gobernar también.

La práctica totalidad de los hombres que construyeron la civilización humana hasta el Renacimiento, es decir, como 99.99% del tiempo de su existencia, no sólo no habían abierto ni libro ni papiro alguno, sino que ni siquiera sabían que tal cosa existiera. Es más, durante dos mil años, los únicos que los leían fueron los frailes, responsables no del progreso, sino de la detención y la ignorancia.

Por ello la anécdota, el desliz, el paso en falso o sencilla y llanamente la pendejada -llámelo usted como prefiera- del pre que quiere ser pre, precandidato que quiere ser presidente, no le va a costar más que unos cientos de votos. Pero es preocupante, no porque únicamente haya leído la Biblia, "El Libro" (Por lo visto el Eclesiástes, 3-7 se lo saltó: "Hay tiempo de hablar y tiempo de callar"),sino porque no haya sabido librar el brete con mayor desenvoltura.

Qué le costaba al Glostora, digo yo, qué le costaba, optar por una de tres opciones mucho más convincentes y elegantes que la que escogió, si es que la escogió. Una: "No me pregunte usted eso, amigo, he leído tanto y tengo tan mala memoria que me sería muy difícil e injusto darle el nombre de títulos y autores. Y todos me han dejado algo".

Dos: "Sabe usted, hace muchos años que no leo más que documentos y resúmenes de prensa. La de político es una profesión tirana. Espero, al jubilarme, tener tiempo para disfrutar tranquilamente de la lectura". O tres, la que más me hubiera gustado a mí: "Mire, mis tres libros de cabecera son El Principito, de Machiavelo, La autobiografía de Martin Burger King, o alguno de José Luis Borgues, que me recomendaron.

A otro perro con el hueso del “amor”…

Román Revueltas Retes
revueltas@mac.com
Interludio
Milenio

La “República amorosa”, o como se llame, ¿comienza ahora, desde ya, o habrá que esperar el advenimiento del señor que la inventó para que podamos vivir todos en dulce armonía, fraternalmente sosegados (o sosegadamente fraternos, si ustedes lo prefieren), transfiguradas nuestras animadversiones en mutuo embeleso y apaciguadas nuestras rencillas por los siglos de los siglos?

Es importante saberlo, aparte de urgente, porque los denuestos nuestros de cada día no nos dan tregua alguna y, por el contrario, nos atosiga un clima de exacerbado encono: miren ustedes, para mayores señas, las invectivas, insultos, ofensas, insolencias, ultrajes, agravios y desprecios que recibe el presidente de la República —y sin chistar, encima, porque basta con que le venga la ocurrencia de dar acuse de recibo para que lo tilden de “autoritario”, “represor”, “fascista” y otras lindezas (más improperios, o sea)— y comprueben ustedes mismos, de tal manera, que el camino por recorrer es larguísimo y que esa Arcadia dibujada por López Obrador es más bien una utopía inalcanzable.

Pero, hay más: ha sido él, precisamente, el primerísimo encargado de azuzar los ánimos, el primerísimo responsable de espolear a los inconformes y el primerísimo culpable de propiciar el enfrentamiento entre unos mexicanos que, a estas alturas, se encuentran fatalmente divididos en dos bandos nada amorosos.

Calificar de “espurio” y de “pelele” al adversario que alcanzó el triunfo en las urnas —por más estrecha que haya podido ser la victoria— no es precisamente una declaración de amor. Tal vez el antiguo ofensor se ha trasmutado ya en un virtuoso bendecido por sentimientos de misericordia pero el problema es que las palabras se han quedado ahí y, hasta nuevo aviso, son utilizadas desenvueltamente por sus seguidores para seguir aderezando, cada día que pasa y sin respiro, discursos de odio, animadversión y desprecio.

O sea, que lo del amor no me lo creo. Pues eso.