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Especialista en Derechos Humanos
Excélsior
La obra de Juan Rulfo sintetiza la urgente asimilación artística de la amargura.

En medio de la nada, en el ignoto norte desde la Sierra Hermosa de Zacatecas hasta Mexicali o hasta la Tarahumara, se extiende la Biafra mexicana, el hambre, eficaz jinete apocalíptico todo lo devora, lugares semejantes a los cráteres lunares en donde el viento silba reseco y levanta tolvaneras. Y tristemente se vuelven pertinentes las palabras de Juan Rulfo que además de un gran literato, fue un angustiado profeta y sus relatos una suerte de epitafio.
La antigua ilusión agrícola hizo desiertos los pobres llanos heredados a los pobres como compensación simbólica y se han vuelto dunas por las talas clandestinas y el desmontamiento progresivo de los agostaderos, tarea asistida por incentivos gubernamentales y penosamente concluida justo antes de los últimos éxodos desesperados al espejismo de cruzar al “otro lado”.
La obra de Juan Rulfo sintetiza la urgente asimilación artística de la amargura. La amalgama de fatalidades que a la vez que ultrajan el alma por sus desgarradores mensajes de protesta ante las desigualdades, que subliman por sus cualidades estéticas y reivindican con poderosa actualidad a través de esa prosa porosa que penetra en la conciencia social en medio de estampas caliginosas.
Rulfo sentenciaba en el El llano en llamas que mientras las codiciadas tierras óptimas para la agricultura —motivo de la Revolución— pasaron de las manos de los antiguos terratenientes y hacendados a los nuevos dueños premiados por designios oficiales, dejaban a los pobres beneficiarios del reparto agrario los más pobres llanos, estériles llanuras poco a poco arrasadas por el ignorante capricho de hacerlos cultivables bajo un cielo cruel del que han huido, otra vez, las nubes cobardes.
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