enero 30, 2012

Voluntad de alternancia

Jesús Silva-Herzog Márquez (@jshm00)
Reforma

Un partido es una brújula elemental. Permite al elector situarse de algún modo en un territorio donde fácilmente se podría perder. Los partidos son mapa, una guía, un conjunto de señales para ubicarse en el enredado mundo de la política. Los colores y los símbolos de los partidos son atajos para la adhesión o el rechazo. Quienes creen en la prioridad de las ideas en la política tienden a asignar a esas organizaciones un componente esencialmente ideológico. Los partidos son, para ellos, un programa, un condensado de ideas y valores que contrastan con el programa de los rivales. Se piensa así en los partidos como si fueran filosofías que coquetean por el voto. Ideas que se empaquetan como lemas para volverse digeribles, votables. Partidos de izquierda y partidos de derecha; partidos liberales y socialistas; partidos moderados y radicales; nostálgicos y adelantados. Todas estas notas serán relevantes para que el ciudadano sepa dónde está e imagine a dónde quiere ir y con quién. Pero más allá de esas coordenadas importa otra, más simple, más elemental pero, quizá, más poderosa. No es un eje ideológico sino gubernativo. Hay partidos que están dentro y partidos que están fuera: partidos en el gobierno y partidos de oposición. Ésa es la categoría elemental de la política democrática: más allá de las ideas, cuenta quién gobierna y quién se le opone.

Si queremos entender por qué el PRI aparece hoy como el partido favorito para ganar la elección presidencial de julio, poco nos aclaran las ideas de ese partido. La popularidad del PRI poco tiene que ver con su historia y menos con su programa. El PRI puede recuperar la Presidencia no por lo que propone en boca de su candidato sino por el lugar que ocupa en el mapa de la competencia. La popularidad del PRI es inversamente proporcional al deseo de que el PAN continúe ocupando la casa presidencial. El PRI sigue hoy tan indefinido como siempre. Ha continuado con su vieja política de no definirse para no arriesgar en ningún momento su unidad. Pero, frente a la autoinmolación de la izquierda después del 2006, el PRI tuvo la inteligencia de ubicarse a la cabeza de la oposición. Ésa es su gran ventaja y ésa puede ser su plataforma de victoria: su ubicación, no su definición.

No tiene por qué leerse la fuerza que muestra el PRI en las encuestas como nostalgia del viejo autoritarismo. Quienes están dispuestos a votar por el PRI no pretenden retrasar el calendario para reimplantar el régimen monopartidista. Lo que sucede, simplemente, es que quieren votar por la oposición y la oposición es, en estos momentos, principalmente el PRI. Si la izquierda se anuló con la reacción de Andrés Manuel López Obrador después de la elección del 2006, el PRI jugó con habilidad el papel de antagonista. Será por eso que aparece como el partido con mejor imagen pública en el país. ¿Se trata de una reivindicación de su legado histórico? ¿Es adhesión a su programa? ¿Es entusiasmo por su candidato? Quizá es algo más elemental: voluntad de alternancia.

Por ello no me convencen quienes encuentran en las encuestas señales de una patología de nuestra cultura política. Si regresa el PRI, dicen, será la confirmación de que padecemos vicios cívicos profundísimos. Anhelamos el retorno del autoritarismo porque no estamos preparados para la democracia. El regreso del PRI sería, en consecuencia, la muestra de un fracaso histórico, el síntoma de un severo padecimiento cultural. Roger Bartra, por ejemplo, ha sugerido en un artículo inteligente que publica este mes en Letras libres, que en la popularidad del PRI hay una malsana adicción. "Me pregunto, escribe Bartra, si el auge del PRI no es el extraño síndrome de abstinencia de una sociedad que requiere dosis de la antigua droga que la mantenía tranquila. Sería el síndrome de una sociedad llena de miedo que, como reflejo, se resiste a abandonar la vieja cultura política a renunciar a hábitos profundamente arraigados". Francamente no veo a quienes piensan votar por el PRI como cocainómanos desesperados. Creo que encuentran lo que busca un elector para orientar su decisión: al principal partido opositor. ¿No será esta popularidad el síntoma de lo democráticamente ordinario: ganas de cambiar? Coincido con Bartra en que el PRI no se ha renovado, lamento también que no haya hecho una crítica pública de su pasado. Pero mi distancia de ese partido y la antipatía que me produce su candidato no me conducen a creerlo un actor irreductiblemente antidemocrático frente a las alternativas que serían las únicas depositarias de una cultura auténticamente democrática. Puede ser una tristeza, pero una victoria del PRI en julio sería tan democrática como la reelección del PAN o la victoria del PRD.

La voluntad de alternancia no es atavismo de una vieja cultura política: es la sensatez de quien sabe que el poder del voto es, ante todo, el poder de castigar.

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