febrero 20, 2012

Legalizar las drogas

Héctor Aguilar Camín (@aguilarcamin)
acamin@milenio.com
Día con día
Milenio

Quien dice legalizar, dice, en realidad, regular.

Cada una de las drogas que persigue el consenso punitivo tiene valores psicotrópicos, riesgos médicos y efectos sociales distintos. No puede darse el mismo trato legal a drogas suaves como la mariguana, a drogas duras como la cocaína y la morfina, y a siniestros derivados de las metanfetaminas duras como el crack o el crystal meth.

Los beneficios de la legalización pueden enunciarse con relativa sencillez, lo que no quiere decir que sean inobjetables.

La legalización tendría un efecto serio sobre los márgenes de ganancia del crimen organizado: reduciría su capacidad de corrupción, reclutamiento y violencia.

Reduciría una de las causas principales del crimen callejero y abriría un espacio a la regeneración de barrios pobres, tomados por el narcomenudeo en ciudades de todo el mundo.

Liberaría los enormes recursos públicos dedicados hoy a la persecución de las drogas, para la educación y la salud sobre los efectos de su consumo.

Países de producción y paso como México podrían concentrar sus esfuerzos de seguridad pública no en perseguir el tráfico, sino en contener los crímenes que afectan la vida diaria de los ciudadanos: homicidio, secuestro, extorsión, tráfico y trata de personas.

Garantizaría, como sucede con el alcohol, la calidad industrial o química de los estupefacientes y mayor transparencia sobre su impacto en las costumbres y la conducta de la población.

Despenalizar y regular las drogas ilícitas es una opción deseable para México y para el mundo. Pero la camisa de fuerza del consenso punitivo es difícil de romper y tiene para México la forma adicional de la presión vecina de Estados Unidos.

Si queremos terminar con la guerra de las drogas allá afuera, en las morgues y las fosas clandestinas de nuestras ciudades, debemos terminar antes con ella en nuestra cabeza, en la opinión pública local y global.

Debemos derrotar la falsa premisa de que la guerra contra las drogas, tal como la libra el mundo hoy, es racional, eficaz o inevitable.

Lo único que es, en realidad, es obligatoria, porque se ha impuesto al mundo, contra toda evidencia, el dogma de que nos defiende, con eficacia, de un daño mayor.

Lo cierto es que no hay ni ha habido daño mayor que la guerra misma.

(Las columnas de estos días sobre las drogas son parte del texto que leí en el Foro Internacional Drogas: Un Balance a un Siglo de su Prohibición, la semana pasada en el Museo de Antropología. El texto completo, con las notas del caso, puede leerse en el sitio electrónico de la revista Nexos).

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