mayo 02, 2012

El problema no es Salinas Pliego

Salvador Camarena (@SalCamarena)
salvador.camarena@razon.mx
La Razón

En noviembre de 1993, apenas unas horas después de que el sistema priista operara el destape de Luis Donaldo Colosio, tras un sexenio de acoso Cuauhtémoc Cárdenas resolvió convocar al sonorense a un debate.

El ingeniero estaba convencido de que su nueva candidatura presidencial pasaba por presentarse “como la única alternativa real, genuina y viable a la continuidad del régimen”. Cárdenas lanzó la idea en un chacaleo, pero minutos más tarde el priista logró hacerla pasar como suya y la noche misma de su “prepostulación” Colosio realizó un llamado a sus contrincantes para debatir, encuentro que incluyendo a Diego Fernández de Cevallos (PAN) ocurriría en mayo siguiente (anécdota y entrecomillados incluidos en ¡Vamos a ganar! La pugna de Cuauhtémoc Cárdenas por el poder, de Adolfo Aguilar Zinser, Océano, 1995).

Este pasaje es parte del génesis de los debates presidenciales en México. En aquel momento el régimen priista se daba cuenta de que no podría eludir la cita para confrontar proyectos de gobierno. La figura de Cárdenas se había vuelto inocultable, imposible de invisibilizar a pesar de su marginación de los medios de comunicación, electrónicos y no electrónicos. Y en México había entonces sectores de la sociedad que trabajaban en acelerar la apertura, en garantizar que la pluralidad y la alternancia fueran una irreversible realidad que ya se materializaba en elecciones estatales más reñidas, en las que la derrota de los candidatos tricolores era factible.

A propósito del desplante del lunes pasado de Ricardo Salinas Pliego, no debemos atorarnos en esta nueva polémica del empresario televisivo. En el tema del debate del domingo no es el hombre fuerte de Grupo Salinas el que debería preocuparnos. Lo crucial es si hoy, en 2012, un medio de comunicación electrónico puede apostar por limitar, antes que por abrir, el acceso de las audiencias a los candidatos presidenciales. Lo fundamental es saber si eso va a ser asumido sin el cuestionamiento de actores sociales que hoy, como en 1994, buscan que la democracia mexicana vaya siempre al máximo de sus límites y formalidades legales.

El triste papel que en esta coyuntura ha decidido jugar el consejero presidente del IFE, Leonardo Valdés, que se conforma con excusarse en la ley y demuestra no haber entendido en todos estos años en el puesto que le pagan para hacer política, no puede ser replicado por líderes de universidades y centros de investigación, por ONGs, iglesias, intelectuales, artistas y académicos (para empezar deberíamos escuchar un pronunciamiento sobre este arrinconado debate por parte de los integrantes del grupo de los 48 que hace semanas formularon preguntas públicas a los candidatos). Necesitamos que la fuerza de voces privilegiadas se haga escuchar a favor de que la mayoría de la población de todo el país tenga la posibilidad de decidir si quiere o no ver el debate. Finalmente, el más interesado en que el debate del domingo no se convierta en un trámite insulso debería ser —como en 1993 lo entendió su malogrado correligionario sonorense— el candidato priista. ¿O será que Enrique Peña Nieto está resignado a cargar con el sambenito de que su eventual triunfo se dio en una cancha que aunque con medidas reglamentarias nunca terminó de ser pareja?

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