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Día con día
Milenio

En todos los órdenes de la vida política tenemos autoridades frenadas en sus recursos de coerción, autoridades a las que no concedemos imparcialidad, buen sentido o buena fe para usar la fuerza si ésta es necesaria para aplicar la ley.
Cada vez que la autoridad usa abiertamente sus recursos de coerción es cuestionada por la ciudadanía. La autoridad, en consecuencia, antes que ganar prestigio por hacer cumplir la ley, suele perderlo por ello: por someter violentamente a un delincuente, por cobrar impuestos y encarcelar al evasor, por impedir la ocupación de las vías públicas que lesionan los derechos de terceros…
Una larga crisis de legitimidad política ha inyectado en los gobiernos de México una cautela extrema en el uso de los elementos coercitivos del Estado.
Una sensibilidad paralela existe en la conciencia pública. Se sospecha de la legitimidad de los gobernantes, de la validez de sus razones para ejercer la violencia legal.
Por fortuna, la democracia ha quitado discrecionalidad a las autoridades. Las autoridades discrecionales de antaño tienden a desaparecer, cercadas por la competencia política y la vigilancia pública.
En distintos ámbitos del espectro político nacional, la única violencia sospechosa es la que ejerce el Estado. Por un lado, hay la tendencia a culpar a la autoridad de las faltas en que incurren los ciudadanos. Por otro, hay la tendencia a justificar las iras dirigidas contra el gobierno como causas portadoras de una justicia inmanente.
De hecho, se ha instalado en el país una subcultura política que justifica actos violentos antiguberna¬mentales y pide para ellos comprensión y excepciones.
En el México democrático, el único instrumento de gobierno que le queda a la autoridad es la aplicación de la ley. Pero al tener un bajo compromiso con el cumplimiento de la ley, la ciudadanía ejerce un veto invisible sobre la autoridad para hacer que la ley se cumpla.
Si la autoridad no puede usar todos sus recursos para ese fin, en particular el recurso de la coerción, es una autoridad coja en su eficacia gubernativa. La renuncia al uso de la fuerza no siembra tolerancia política, siembra impunidad.
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