agosto 14, 2012

Un poco de historia

Héctor Aguilar Camín (@aguilarcamin)
acamin@milenio.com
Día con día
Milenio

Si se echa una mirada sobre el siglo XX de México, se encuentran claramente definidos dos tiempos, dos temperamentos. El primero es de construcción nacionalista. El segundo de diversidad democrática.

El primero avanza de los años veinte hasta los años sesenta. El segundo empieza en los sesenta, se agudiza con las crisis de 1976, 1982, 1987, 1995, y culmina en la alternancia del año 2000, que sanciona la transición democrática del país, pero institucionaliza también su diversidad, sus desacuerdos.

Los afluentes de la construcción nacionalista son múltiples, pero están asociados todos, en mayor o menor medida, a la acción cultural, educativa y cívica del Estado, y al ejercicio de su poder político sobre el territorio y sobre la sociedad.

Los revolucionarios triunfantes doman militarmente al país y centralizan las decisiones en el gobierno; desde ahí, moldean a la sociedad mediante la organización corporativa de sus sectores claves, llámense obreros, campesinos, empresarios o profesionistas.

Un afluente crucial de la construcción nacionalista es el indigenismo, pensado como una forma de incluir al indígena en el cuerpo de la nación. El indigenismo oficial nace con los primeros gobiernos de la revolución. Su libro fundador, Forjando patria, de Manuel Gamio, es de 1917.

Otro afluente clave es la educación, en su matriz de misión evangelizadora y fundación espiritual (“Por mi raza hablará el espíritu”), encarnada por José Vasconcelos, quien puso en los años veinte, como secretario del ramo del presidente Obregón, los cimientos de una política de Estado que cruza todo el siglo.

El despliegue cultural desde el Estado crea y ocupa espacios en las artes cultas y en las populares, en la música y en los libros, en el aula y en los muros públicos. El resultado es un horizonte de nacionalismo cuyo amplio espectro cubre las décadas siguientes con suave mano de hierro.

El uso y abuso de ese arsenal de cohesión nacionalista llega a su término en los años sesenta, cuando los hijos de la modernización acumulada desafían las rigideces de la “revolución institucional”, la hegemonía priista.

En 1968 chocan los estudiantes, hijos de las nuevas clases medias, y el símbolo mayor del sistema político, el Presidente de la República.

Es el principio del fin de la unidad nacional, la fisura moral que anuncia el segundo tiempo finisecular de México: el tiempo de la diversidad y la democracia. Hay quien cree ver en los tiempos actuales una reedición de aquellos tiempos. Sí, salvo que la democracia ha sido ganada ya, y no hay gran novedad histórica en la protesta.

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