marzo 13, 2012
Propaganda vs. politización
Francisco Báez Rodríguez (@franciscobaezr)
fabaez@gmail.com
La Crónica de Hoy
La SIEDO dio a conocer una casi noticia. Las autoridades federales casi capturan al Chapo Guzmán en Los Cabos. Pues sí, uno dice, pero, si no lo capturaron ¿a qué viene la revelación? En mi caso, por lo menos, sirve para dar pie a una reflexión sobre el exceso de propaganda que cubre nuestras vidas.
Si algo ha cambiado poco en México a lo largo del último medio siglo es la presencia constante y machacona de propaganda política. Es algo que varios extranjeros, en distintos momentos de mi vida, me han hecho notar, porque lo que a nosotros nos parece natural, a ellos les parece asombroso.
Durante la época del monopolio priista, la propaganda oficial cubría todo, y era parte de un mecanismo que quería hacer creer que había unanimidad en torno de la figura del Presidente en turno —“líder nato de la Revolución”—, de las instituciones gubernamentales y del partido.
La sobreabundancia de propaganda tenía por lo menos otros dos objetivos. Uno era identificar toda la política con el sistema; el otro, correlacionado, era alejar de la política al ciudadano no identificado con el sistema.
Hubo en el país una breve primavera de pluralismo ideológico y politización (muy relativa), que de todos modos estuvo acompañada por una carga importante de propaganda, casi siempre desigual y con los dados cargados a las acciones de gobierno.
Pasamos después, de plano, a la era en la que la mercadotecnia terminó por sustituir a la discusión política. Vivimos la era en la que la pantalla sustituye a la escuela, la encuesta a la plaza pública y la seducción al convencimiento.
Lo que no cambia es la gran cantidad de propaganda. Sound bites, frases publicitarias disfrazadas de ideas-fuerza, y una serie de estratagemas hechas para no provocar el pensamiento, sino la exaltación de los sentimientos, ocupan la mayor parte de las pautas publicitarias de los gobiernos y los partidos, particularmente en los medios electrónicos.
Esto ha tenido un reflejo muy negativo en la comunicación institucional. Ha habido en muchas partes, pero de manera muy notoria en el gobierno federal, un viraje en las prioridades. Ya no se trata de informar de los logros de tal o cual administración. Tampoco se trata de guiar a la población para que acceda de mejor manera a tal o cual servicio público. Se trata de crear un ánimo, de enviar una sensación: la de un gobierno bueno, que se preocupa, que genera felicidad, que es reconocido por la población y que merece agradecimiento.
Si en el pasado lo que se buscaba era generar una ilusión de consenso que legitimara gobiernos poco democráticos, en la actualidad se busca generar una ilusión de bienestar —o de gobiernos auténticamente preocupados por la gente— para que esa sensación se perciba a la hora de las elecciones y se refleje en votos para los partidos en el (respectivo) poder.
Las cosas se ponen más densas cuando la búsqueda de sensaciones positivas no se reduce a la propaganda pautada, sino que permea toda la comunicación del gobierno. Así ha sido el caso, durante el sexenio de Felipe Calderón, de muchos de los operativos de combate al crimen organizado. Pero el método no fue inaugurado en tiempos de FCH.
Ése es el sentido del “casi” atrapamos al Chapo. Ése ha sido el de la presentación de una muy larga lista de “número 2” de diferentes cárteles de la droga en manos de fuertes militares encapuchados. Va junto con pegado con las imágenes de señoras felices que dicen que con más educación vamos a alejar a nuestros hijos de las drogas. Uff.
En cualquiera de los casos, el efecto neto de la sobreabundancia publicitaria sigue siendo el mismo: la despolitización, la pasividad enfadada. Si en el pasado ésta servía para legitimar un sistema poco democrático, actualmente sirve para legitimar una clase política que ha hecho de lado proyectos e ideologías, y ha convertido el transformismo en una forma de vida.
De ahí que deba entenderse el exceso de propaganda —y su inserción reciente como suero vital del proceso de comunicación institucional— como un mecanismo antipolítico. Como una forma más de vaciar la política de contenidos y convertirla en un simple juego de poder. Como un método de desciudadanización, con los ciudadanos reducidos al juego de meros consumidores, no de partícipes de la cosa pública.
Para decirlo en otras palabras. Tal vez el exceso de promocionales no logre que creamos que el gobierno hace cosas tan maravillosas o que los diferentes partidos —cada vez más embebidos en cursilerías— vayan a mejorar nuestra existencia si votamos por ellos, pero sí logra hartarnos. Y ese hartazgo del ciudadano crítico es una joya para quienes detentan el poder.
Luego pasa que, en su afán por convertir en telenovela espectacular lo que se supondría que debe ser información, las autoridades se meten en bretes que son espectaculares en la vida real. Para botón de muestra, el caso Cassez: un montaje propagandístico, que trajo como resultado un desencuentro internacional y quizás termine en un chasco fenomenal para la policía y la justicia mexicanas —una enorme raya más al tigre—. Cosas que pasan cuando se creen los grandes mercadólogos de la política y no son más que aprendices de brujos.
fabaez@gmail.com
La Crónica de Hoy
Si algo ha cambiado poco en México a lo largo del último medio siglo es la presencia constante y machacona de propaganda política. Es algo que varios extranjeros, en distintos momentos de mi vida, me han hecho notar, porque lo que a nosotros nos parece natural, a ellos les parece asombroso.
Durante la época del monopolio priista, la propaganda oficial cubría todo, y era parte de un mecanismo que quería hacer creer que había unanimidad en torno de la figura del Presidente en turno —“líder nato de la Revolución”—, de las instituciones gubernamentales y del partido.
La sobreabundancia de propaganda tenía por lo menos otros dos objetivos. Uno era identificar toda la política con el sistema; el otro, correlacionado, era alejar de la política al ciudadano no identificado con el sistema.
Hubo en el país una breve primavera de pluralismo ideológico y politización (muy relativa), que de todos modos estuvo acompañada por una carga importante de propaganda, casi siempre desigual y con los dados cargados a las acciones de gobierno.
Pasamos después, de plano, a la era en la que la mercadotecnia terminó por sustituir a la discusión política. Vivimos la era en la que la pantalla sustituye a la escuela, la encuesta a la plaza pública y la seducción al convencimiento.
Lo que no cambia es la gran cantidad de propaganda. Sound bites, frases publicitarias disfrazadas de ideas-fuerza, y una serie de estratagemas hechas para no provocar el pensamiento, sino la exaltación de los sentimientos, ocupan la mayor parte de las pautas publicitarias de los gobiernos y los partidos, particularmente en los medios electrónicos.
Esto ha tenido un reflejo muy negativo en la comunicación institucional. Ha habido en muchas partes, pero de manera muy notoria en el gobierno federal, un viraje en las prioridades. Ya no se trata de informar de los logros de tal o cual administración. Tampoco se trata de guiar a la población para que acceda de mejor manera a tal o cual servicio público. Se trata de crear un ánimo, de enviar una sensación: la de un gobierno bueno, que se preocupa, que genera felicidad, que es reconocido por la población y que merece agradecimiento.
Si en el pasado lo que se buscaba era generar una ilusión de consenso que legitimara gobiernos poco democráticos, en la actualidad se busca generar una ilusión de bienestar —o de gobiernos auténticamente preocupados por la gente— para que esa sensación se perciba a la hora de las elecciones y se refleje en votos para los partidos en el (respectivo) poder.
Las cosas se ponen más densas cuando la búsqueda de sensaciones positivas no se reduce a la propaganda pautada, sino que permea toda la comunicación del gobierno. Así ha sido el caso, durante el sexenio de Felipe Calderón, de muchos de los operativos de combate al crimen organizado. Pero el método no fue inaugurado en tiempos de FCH.
Ése es el sentido del “casi” atrapamos al Chapo. Ése ha sido el de la presentación de una muy larga lista de “número 2” de diferentes cárteles de la droga en manos de fuertes militares encapuchados. Va junto con pegado con las imágenes de señoras felices que dicen que con más educación vamos a alejar a nuestros hijos de las drogas. Uff.
En cualquiera de los casos, el efecto neto de la sobreabundancia publicitaria sigue siendo el mismo: la despolitización, la pasividad enfadada. Si en el pasado ésta servía para legitimar un sistema poco democrático, actualmente sirve para legitimar una clase política que ha hecho de lado proyectos e ideologías, y ha convertido el transformismo en una forma de vida.
De ahí que deba entenderse el exceso de propaganda —y su inserción reciente como suero vital del proceso de comunicación institucional— como un mecanismo antipolítico. Como una forma más de vaciar la política de contenidos y convertirla en un simple juego de poder. Como un método de desciudadanización, con los ciudadanos reducidos al juego de meros consumidores, no de partícipes de la cosa pública.
Para decirlo en otras palabras. Tal vez el exceso de promocionales no logre que creamos que el gobierno hace cosas tan maravillosas o que los diferentes partidos —cada vez más embebidos en cursilerías— vayan a mejorar nuestra existencia si votamos por ellos, pero sí logra hartarnos. Y ese hartazgo del ciudadano crítico es una joya para quienes detentan el poder.
Luego pasa que, en su afán por convertir en telenovela espectacular lo que se supondría que debe ser información, las autoridades se meten en bretes que son espectaculares en la vida real. Para botón de muestra, el caso Cassez: un montaje propagandístico, que trajo como resultado un desencuentro internacional y quizás termine en un chasco fenomenal para la policía y la justicia mexicanas —una enorme raya más al tigre—. Cosas que pasan cuando se creen los grandes mercadólogos de la política y no son más que aprendices de brujos.
Candidatos sin partido
Luis Carlos Ugalde (@LCUgalde)
Ex consejero presidente del IFE
El Universal
El anuncio de Manuel Clouthier de que buscará ser candidato independiente a la presidencia de la república merece tres reflexiones. Si el adjetivo “independiente” es adecuado. Si esas candidaturas son el camino para romper la impunidad y mejorar el desempeño del gobierno. Y si es factible legalmente la aspiración de Clouthier.
El término candidato “independiente” o “ciudadano” es demagógico o, en el mejor de los casos, romántico. Quienes buscan poder político, al margen de su motivación o su fin, son políticos. Hay políticos que provienen de organismos ciudadanos y que genuinamente desean mejorar las cosas y otros que sólo buscan su beneficio individual. La distinción debe ser entre políticos que compiten bajo las siglas de un partido y quienes no. La diferencia es importante, pues los primeros se someten a reglas de una organización, mientras los segundos tienen menos ataduras, pero también menos apoyo institucional.
¿Son los candidatos sin partido mejores para gobernar y cambiar el statu quo? Generalmente no, según la experiencia mundial. Lo que define el desempeño de un político no sólo es su talento o motivación, sino las reglas del juego. Un ciudadano impoluto con buenas intenciones que llegue al poder en México (o sea, un político), estaría sometido a las reglas clientelares, a la corrupción y negociación. Si las evade, no podría gobernar. Si las emula, sería como cualquier político partidista.
Lo que se requiere para romper la impunidad es someter a los partidos y a los gobernantes a un sistema efectivo de rendición de cuentas y de incentivos que premien el buen gobierno y sancionen el abuso y la corrupción. Qué bueno que México pueda tener la vía para competir sin las siglas de partidos, pero solo será una vía complementaria que puede refrescar la vida publica, pero jamás será la solución.
Estoy a favor de que exista la vía para acceder al poder político sin las siglas de partidos, pero solo como un camino para estimular mayor competencia y para forzar a que los partidos sean más sensibles a las demandas de la sociedad. Siempre existirá la posibilidad de que un político sin partido pueda hacer buen gobierno, pero es improbable.
La última reflexión es sobre la probabilidad de que Clouthier sea registrado como candidato presidencial. Posible, improbable, pero sobre todo, impracticable. Posible porque, a diferencia de 2006 cuando Jorge Castañeda hizo el intento, ahora hay dos reglas nuevas. En 2011 se estableció en el articulo 1 de la Constitución que la protección de los derechos humanos (uno de ellos, el derecho a ser votado) se hará con base en los tratados internacionales de los cuales México forma parte y favoreciendo siempre la protección más amplia. Se ordena a las autoridades la obligación de garantizar los derechos humanos de conformidad con los principios de universalidad, interdependencia, indivisibilidad y progresividad.
La otra regla que no existía en 2006 es la facultad del Tribunal Electoral para desaplicar normas contrarias a la Constitución. El Tribunal podría interpretar que el artículo 218 de la ley electoral que establece que es atribución exclusiva de los partidos solicitar registro de candidatos viola el derecho a ser votado de Manuel Clouthier y desaplicar esa norma para el caso concreto.
Sin embargo, el mayor problema radica en la operación de una candidatura sin partido. Porque el sistema de financiamiento, de fiscalización y de acceso a medios está diseñado para partidos, no para candidatos individuales. Si el registro de Clouthier procediera, ¿de dónde provendrían los fondos de su campana? ¿Podría tener tiempos de medios? ¿Cómo se fiscalizaría?
Cuando Clouthier acuda a solicitar su registro entre el 15 y 22 de marzo, el IFE se lo negará. Es el papel y obligación del Instituto hacerlo así, como lo hizo en 2006 con Castañeda. Ante la impugnación que presente Clouthier ante el Tribunal Electoral, los magistrados podrán hacer una interpretación conservadora o garantista. Al margen de su decisión, el suceso debe motivar una reflexión profunda sobre la futura reforma electoral que, inevitablemente, debe ocurrir después de agosto.
Ex consejero presidente del IFE
El Universal

El término candidato “independiente” o “ciudadano” es demagógico o, en el mejor de los casos, romántico. Quienes buscan poder político, al margen de su motivación o su fin, son políticos. Hay políticos que provienen de organismos ciudadanos y que genuinamente desean mejorar las cosas y otros que sólo buscan su beneficio individual. La distinción debe ser entre políticos que compiten bajo las siglas de un partido y quienes no. La diferencia es importante, pues los primeros se someten a reglas de una organización, mientras los segundos tienen menos ataduras, pero también menos apoyo institucional.
¿Son los candidatos sin partido mejores para gobernar y cambiar el statu quo? Generalmente no, según la experiencia mundial. Lo que define el desempeño de un político no sólo es su talento o motivación, sino las reglas del juego. Un ciudadano impoluto con buenas intenciones que llegue al poder en México (o sea, un político), estaría sometido a las reglas clientelares, a la corrupción y negociación. Si las evade, no podría gobernar. Si las emula, sería como cualquier político partidista.
Lo que se requiere para romper la impunidad es someter a los partidos y a los gobernantes a un sistema efectivo de rendición de cuentas y de incentivos que premien el buen gobierno y sancionen el abuso y la corrupción. Qué bueno que México pueda tener la vía para competir sin las siglas de partidos, pero solo será una vía complementaria que puede refrescar la vida publica, pero jamás será la solución.
Estoy a favor de que exista la vía para acceder al poder político sin las siglas de partidos, pero solo como un camino para estimular mayor competencia y para forzar a que los partidos sean más sensibles a las demandas de la sociedad. Siempre existirá la posibilidad de que un político sin partido pueda hacer buen gobierno, pero es improbable.
La última reflexión es sobre la probabilidad de que Clouthier sea registrado como candidato presidencial. Posible, improbable, pero sobre todo, impracticable. Posible porque, a diferencia de 2006 cuando Jorge Castañeda hizo el intento, ahora hay dos reglas nuevas. En 2011 se estableció en el articulo 1 de la Constitución que la protección de los derechos humanos (uno de ellos, el derecho a ser votado) se hará con base en los tratados internacionales de los cuales México forma parte y favoreciendo siempre la protección más amplia. Se ordena a las autoridades la obligación de garantizar los derechos humanos de conformidad con los principios de universalidad, interdependencia, indivisibilidad y progresividad.
La otra regla que no existía en 2006 es la facultad del Tribunal Electoral para desaplicar normas contrarias a la Constitución. El Tribunal podría interpretar que el artículo 218 de la ley electoral que establece que es atribución exclusiva de los partidos solicitar registro de candidatos viola el derecho a ser votado de Manuel Clouthier y desaplicar esa norma para el caso concreto.
Sin embargo, el mayor problema radica en la operación de una candidatura sin partido. Porque el sistema de financiamiento, de fiscalización y de acceso a medios está diseñado para partidos, no para candidatos individuales. Si el registro de Clouthier procediera, ¿de dónde provendrían los fondos de su campana? ¿Podría tener tiempos de medios? ¿Cómo se fiscalizaría?
Cuando Clouthier acuda a solicitar su registro entre el 15 y 22 de marzo, el IFE se lo negará. Es el papel y obligación del Instituto hacerlo así, como lo hizo en 2006 con Castañeda. Ante la impugnación que presente Clouthier ante el Tribunal Electoral, los magistrados podrán hacer una interpretación conservadora o garantista. Al margen de su decisión, el suceso debe motivar una reflexión profunda sobre la futura reforma electoral que, inevitablemente, debe ocurrir después de agosto.
El quinto candidato
Eduardo R. Huchim (@EduardoRHuchim)
erhm45@gmail.com
Reforma
Con su intento de convertirse en el quinto candidato presidencial, con el carácter de "independiente" o "ciudadano" -yo prefiero llamarlo no partidario-, Manuel Clouthier Carrillo ha retomado la ruta abierta con enjundia por Jorge G. Castañeda y cuya meta es poner fin al monopolio que los partidos ejercen en México sobre las postulaciones a puestos de elección popular. Esta contribución a los esfuerzos en pro de las candidaturas no partidarias es, desde mi óptica, el rasgo más valioso de la tentativa de Clouthier por obtener su registro, que casi con seguridad le será negado por el Instituto Federal Electoral (aunque tendrá que pedírselo), porque el IFE no está facultado para otorgárselo.
No obstante, sería indeseable una negativa mecánica del IFE, entre otras cosas por la disposición constitucional (Art. 1) de que "todas las autoridades, en el ámbito de sus competencias, tienen la obligación de promover, respetar, proteger y garantizar los derechos humanos...".
Hay un hecho que abona la ruta a las candidaturas no partidarias y que no debe ser soslayado: la reforma constitucional en el rubro de derechos humanos (incluidos obviamente los políticos) realizada en 2011. Esa reforma expresamente le da vigencia a "los derechos humanos reconocidos en esta Constitución y en los tratados internacionales de los que el Estado Mexicano sea parte" y además dispone que la interpretación de las normas en esa materia debe favorecer con amplitud a las personas. En este sentido conviene citar que existen tratados internacionales suscritos por México, entre ellos la Convención Interamericana de Derechos Humanos, que establecen (ésta en su artículo 23) que "todos los ciudadanos" (militen o no en partidos, aclaro) tienen el derecho a votar y ser votados.
Existe pues un importante cobijo constitucional que propicia las candidaturas no partidarias, pero el Cofipe las descarta al disponer que "corresponde exclusivamente a los partidos políticos nacionales el derecho de solicitar el registro de candidatos a cargos de elección popular" (Art. 218). El simple cotejo de esta disposición y la contenida en la mencionada Convención muestra claramente la inconstitucionalidad de esta norma del Cofipe, pero en el supuesto de que el Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación resolviera ordenar el registro de Clouthier, la viabilidad de tal candidatura estaría erizada de obstáculos.
En efecto, sólo un TEPJF erigido en legislador podría resolver esos obstáculos, pues tendría que determinar, por ejemplo, si el hipotético candidato no partidario podría recibir financiamiento público y de qué bolsa, y si podría tener acceso a los tiempos oficiales de radio y tv que administra el IFE. Si estos rubros no se precisan, el quinto candidato estaría legalmente con las manos atadas por cuanto violaría la Constitución y la ley si gasta en su campaña sólo financiamiento privado y si contrata (por sí o por terceros) propaganda en radio y tv. Y si Clouthier optara por el amparo, es probable que esa vía se estimara improcedente, por estar involucrado un asunto electoral que tiene un tribunal especializado, el TEPJF.
Es improbable entonces, pero no imposible, que prospere la candidatura de Clouthier. No es imposible porque es sólido el mencionado cobijo constitucional, por más que una ley secundaria niegue tal posibilidad, ante lo cual importa preguntarnos si debe prevalecer una disposición claramente inconstitucional, aunque no haya sido declarada como tal, asunto en el que sería deseable un pronunciamiento expreso del TEPJF en su momento.
Como quiera, el intento de Clouthier evidencia la necesidad de legislar -como incluso lo ha propuesto el presidente Felipe Calderón- para autorizar expresamente las candidaturas no partidarias y diseñar la manera en que participarían del financiamiento público y del acceso a medios electrónicos. Esas candidaturas abrirían la puerta a otro tipo de problemas, que sería preciso afrontar, pero también pondría fin a un indeseable monopolio partidario que ha tenido efectos perniciosos.
Omnia
Está circulando ya una edición abreviada de Los grandes problemas de México, la magna obra de 16 tomos publicada en 2010 por El Colegio de México. Se trata ahora de cuatro volúmenes (Población, Sociedad, Economía y Política) que la institución presidida por Javier Garciadiego aporta oportunamente como insumo para una discusión informada sobre los problemas nacionales, tan necesaria en este año electoral.
erhm45@gmail.com
Reforma
Con su intento de convertirse en el quinto candidato presidencial, con el carácter de "independiente" o "ciudadano" -yo prefiero llamarlo no partidario-, Manuel Clouthier Carrillo ha retomado la ruta abierta con enjundia por Jorge G. Castañeda y cuya meta es poner fin al monopolio que los partidos ejercen en México sobre las postulaciones a puestos de elección popular. Esta contribución a los esfuerzos en pro de las candidaturas no partidarias es, desde mi óptica, el rasgo más valioso de la tentativa de Clouthier por obtener su registro, que casi con seguridad le será negado por el Instituto Federal Electoral (aunque tendrá que pedírselo), porque el IFE no está facultado para otorgárselo.
No obstante, sería indeseable una negativa mecánica del IFE, entre otras cosas por la disposición constitucional (Art. 1) de que "todas las autoridades, en el ámbito de sus competencias, tienen la obligación de promover, respetar, proteger y garantizar los derechos humanos...".
Hay un hecho que abona la ruta a las candidaturas no partidarias y que no debe ser soslayado: la reforma constitucional en el rubro de derechos humanos (incluidos obviamente los políticos) realizada en 2011. Esa reforma expresamente le da vigencia a "los derechos humanos reconocidos en esta Constitución y en los tratados internacionales de los que el Estado Mexicano sea parte" y además dispone que la interpretación de las normas en esa materia debe favorecer con amplitud a las personas. En este sentido conviene citar que existen tratados internacionales suscritos por México, entre ellos la Convención Interamericana de Derechos Humanos, que establecen (ésta en su artículo 23) que "todos los ciudadanos" (militen o no en partidos, aclaro) tienen el derecho a votar y ser votados.
Existe pues un importante cobijo constitucional que propicia las candidaturas no partidarias, pero el Cofipe las descarta al disponer que "corresponde exclusivamente a los partidos políticos nacionales el derecho de solicitar el registro de candidatos a cargos de elección popular" (Art. 218). El simple cotejo de esta disposición y la contenida en la mencionada Convención muestra claramente la inconstitucionalidad de esta norma del Cofipe, pero en el supuesto de que el Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación resolviera ordenar el registro de Clouthier, la viabilidad de tal candidatura estaría erizada de obstáculos.
En efecto, sólo un TEPJF erigido en legislador podría resolver esos obstáculos, pues tendría que determinar, por ejemplo, si el hipotético candidato no partidario podría recibir financiamiento público y de qué bolsa, y si podría tener acceso a los tiempos oficiales de radio y tv que administra el IFE. Si estos rubros no se precisan, el quinto candidato estaría legalmente con las manos atadas por cuanto violaría la Constitución y la ley si gasta en su campaña sólo financiamiento privado y si contrata (por sí o por terceros) propaganda en radio y tv. Y si Clouthier optara por el amparo, es probable que esa vía se estimara improcedente, por estar involucrado un asunto electoral que tiene un tribunal especializado, el TEPJF.
Es improbable entonces, pero no imposible, que prospere la candidatura de Clouthier. No es imposible porque es sólido el mencionado cobijo constitucional, por más que una ley secundaria niegue tal posibilidad, ante lo cual importa preguntarnos si debe prevalecer una disposición claramente inconstitucional, aunque no haya sido declarada como tal, asunto en el que sería deseable un pronunciamiento expreso del TEPJF en su momento.
Como quiera, el intento de Clouthier evidencia la necesidad de legislar -como incluso lo ha propuesto el presidente Felipe Calderón- para autorizar expresamente las candidaturas no partidarias y diseñar la manera en que participarían del financiamiento público y del acceso a medios electrónicos. Esas candidaturas abrirían la puerta a otro tipo de problemas, que sería preciso afrontar, pero también pondría fin a un indeseable monopolio partidario que ha tenido efectos perniciosos.
Omnia
Está circulando ya una edición abreviada de Los grandes problemas de México, la magna obra de 16 tomos publicada en 2010 por El Colegio de México. Se trata ahora de cuatro volúmenes (Población, Sociedad, Economía y Política) que la institución presidida por Javier Garciadiego aporta oportunamente como insumo para una discusión informada sobre los problemas nacionales, tan necesaria en este año electoral.
El acarreo también tiene su chiste
Ricardo Alemán (@RicardoAlemanMx)
Excélsior
Con una pincelada de genialidad, el colega Omar Astorga remató —al referirse al fallido acto de Josefina Vázquez Mota en el Estadio Azul— “lo cierto es que el acarreo también tiene su chiste”.
Y, en efecto, lo fácil —para la derecha y la izquierda mexicanas— es copiar las más cuestionables prácticas del viejo PRI, al extremo de que en otros momentos hemos señalado que pareciera que el PAN y el PRD son víctimas del síndrome de Estocolmo, debido a la proclividad mostrada para enamorarse de su secuestrador, el PRI.
Pero hay más. En otros momentos ha sido tal la identidad del PAN y el PRD con las prácticas nefastas del viejo PRI que ha sido necesario recurrir al cancionero popular, al clásico de Juan Gabriel, para explicar esa identidad entre azules, amarillos y tricolores: “¡Te pareces tanto al PRI, que no puedes engañarme!”
Y viene a cuento, porque en las últimas 48 horas vimos y vivimos lo increíble —lo impensable, si queremos ser puntuales—, durante la protesta de los tres principales candidatos presidenciales —como abanderados de sus respectivos partidos—: Andrés Manuel López Obrador, Josefina Vázquez Mota y Enrique Peña Nieto. ¿Y dónde está lo increíble o lo impensable?
Poca cosa, que cuando los presidenciables de la derecha y la izquierda se empeñan en impedir —por todos los medios posibles— que regrese el PRI al poder presidencial, ellos mismos y sus respectivos partidos parecen convencidos de que la mejor forma de hacer campaña es copiando al PRI.
Mediante el acarreo, el clientelismo, el tumulto en actos masivos y la movilización vergonzosa de los pobres, precaristas y marginados, o como algunos llaman despectivamente a los que nada tienen: “el pobrerío”. ¿Qué hicieron AMLO y Vázquez Mota, en sus respectivos eventos de protesta como candidatos presidenciales? Hicieron lo que siempre ha hecho el PRI. ¿Y qué hizo Peña Nieto al rendir protesta en Guanajuato? Lo que nunca había hecho el PRI, y lo que era la cultura de la derecha y la izquierda. Es decir, vimos lo impensable, el México al revés.
Y si tienen dudas, basta echarle una mirada al evento de AMLO —la mañana del domingo en el teatro Metropólitan—, en donde el hombre de las izquierdas ordenó un acarreo moderado, para un acto en donde confirmó la muerte de La República Amorosa y el nacimiento del “cambio verdadero”. ¿Y cuál es el cambio verdadero?, se preguntaron todos.
En realidad a pocos les quedó claro el significado de ese cambio sobre todo si lo entendemos como la suma a la candidatura de AMLO, del “cascajo del viejo PRI” —como los casos de Manuel Bartlett y Juan Ramón de la Fuente, más los priistas de desecho que se acumulen en la semana— que poco o nada aportan a la congruencia de la llamada izquierda y que, al contrario, ratifica que esa tendencia se ha convertido en el basurero de los desechos tricolores.
Pero el acto más priista fue el de Josefina Vázquez Mota, la candidata del PAN, cuyos estrategas intentaron llenar el estadio Azul mediante el más vulgar acarreo. No lo consiguieron, ya que fueron incapaces de la logística elemental para ello. Y es que, en efecto, “acarrear también tiene su chiste”. Lo grave, sin embargo, es que la candidata presidencial, y su partido, el PAN, están más separados que nunca. Y de no producirse un arreglo de inmediato, están destinados al fracaso.
Y contra todos los pronósticos, la verdadera sorpresa la dio Enrique Peña Nieto, el candidato del PRI que se fue a meter a un pequeño auditorio de Guanajuato, en alegoría de los héroes de la Independencia, a quienes citó para enviar su primer mensaje como candidato formal del PRI. El PRI no gobierna en Guanajuato, pero en esa capital Peña Nieto encabezó un acto con sólo la estructura básica del PRI, en donde confirmó que su ícono histórico se llama Miguel Hidalgo.
Y con el estandarte de Hidalgo —“basta del mal gobierno”—, sin actos masivos, sin acarreo, sin besamanos, sin gobernadores y en medio de una organización casi idéntica a las que hace años montaban la derecha y la izquierda para sus eventos protocolarios, Peña Nieto rindió protesta y se dijo listo para ganar, porque, precisó, el PRI tiene la mejor propuesta. Lo cierto es que se han cambiado los papeles. Hoy el PRI reniega de los eventos masivos —en tiempo de veda—, mientras que azules y amarillos “se parecen tanto al PRI, que no pueden engañarnos”. Al tiempo.
EN EL CAMINO
En las próximas horas daremos respuesta puntual a la carta aclaratoria que nos envía la Corte, respecto al Itinerario Político del pasado domingo.
Excélsior

Y, en efecto, lo fácil —para la derecha y la izquierda mexicanas— es copiar las más cuestionables prácticas del viejo PRI, al extremo de que en otros momentos hemos señalado que pareciera que el PAN y el PRD son víctimas del síndrome de Estocolmo, debido a la proclividad mostrada para enamorarse de su secuestrador, el PRI.
Pero hay más. En otros momentos ha sido tal la identidad del PAN y el PRD con las prácticas nefastas del viejo PRI que ha sido necesario recurrir al cancionero popular, al clásico de Juan Gabriel, para explicar esa identidad entre azules, amarillos y tricolores: “¡Te pareces tanto al PRI, que no puedes engañarme!”
Y viene a cuento, porque en las últimas 48 horas vimos y vivimos lo increíble —lo impensable, si queremos ser puntuales—, durante la protesta de los tres principales candidatos presidenciales —como abanderados de sus respectivos partidos—: Andrés Manuel López Obrador, Josefina Vázquez Mota y Enrique Peña Nieto. ¿Y dónde está lo increíble o lo impensable?
Poca cosa, que cuando los presidenciables de la derecha y la izquierda se empeñan en impedir —por todos los medios posibles— que regrese el PRI al poder presidencial, ellos mismos y sus respectivos partidos parecen convencidos de que la mejor forma de hacer campaña es copiando al PRI.
Mediante el acarreo, el clientelismo, el tumulto en actos masivos y la movilización vergonzosa de los pobres, precaristas y marginados, o como algunos llaman despectivamente a los que nada tienen: “el pobrerío”. ¿Qué hicieron AMLO y Vázquez Mota, en sus respectivos eventos de protesta como candidatos presidenciales? Hicieron lo que siempre ha hecho el PRI. ¿Y qué hizo Peña Nieto al rendir protesta en Guanajuato? Lo que nunca había hecho el PRI, y lo que era la cultura de la derecha y la izquierda. Es decir, vimos lo impensable, el México al revés.
Y si tienen dudas, basta echarle una mirada al evento de AMLO —la mañana del domingo en el teatro Metropólitan—, en donde el hombre de las izquierdas ordenó un acarreo moderado, para un acto en donde confirmó la muerte de La República Amorosa y el nacimiento del “cambio verdadero”. ¿Y cuál es el cambio verdadero?, se preguntaron todos.
En realidad a pocos les quedó claro el significado de ese cambio sobre todo si lo entendemos como la suma a la candidatura de AMLO, del “cascajo del viejo PRI” —como los casos de Manuel Bartlett y Juan Ramón de la Fuente, más los priistas de desecho que se acumulen en la semana— que poco o nada aportan a la congruencia de la llamada izquierda y que, al contrario, ratifica que esa tendencia se ha convertido en el basurero de los desechos tricolores.
Pero el acto más priista fue el de Josefina Vázquez Mota, la candidata del PAN, cuyos estrategas intentaron llenar el estadio Azul mediante el más vulgar acarreo. No lo consiguieron, ya que fueron incapaces de la logística elemental para ello. Y es que, en efecto, “acarrear también tiene su chiste”. Lo grave, sin embargo, es que la candidata presidencial, y su partido, el PAN, están más separados que nunca. Y de no producirse un arreglo de inmediato, están destinados al fracaso.
Y contra todos los pronósticos, la verdadera sorpresa la dio Enrique Peña Nieto, el candidato del PRI que se fue a meter a un pequeño auditorio de Guanajuato, en alegoría de los héroes de la Independencia, a quienes citó para enviar su primer mensaje como candidato formal del PRI. El PRI no gobierna en Guanajuato, pero en esa capital Peña Nieto encabezó un acto con sólo la estructura básica del PRI, en donde confirmó que su ícono histórico se llama Miguel Hidalgo.
Y con el estandarte de Hidalgo —“basta del mal gobierno”—, sin actos masivos, sin acarreo, sin besamanos, sin gobernadores y en medio de una organización casi idéntica a las que hace años montaban la derecha y la izquierda para sus eventos protocolarios, Peña Nieto rindió protesta y se dijo listo para ganar, porque, precisó, el PRI tiene la mejor propuesta. Lo cierto es que se han cambiado los papeles. Hoy el PRI reniega de los eventos masivos —en tiempo de veda—, mientras que azules y amarillos “se parecen tanto al PRI, que no pueden engañarnos”. Al tiempo.
EN EL CAMINO
En las próximas horas daremos respuesta puntual a la carta aclaratoria que nos envía la Corte, respecto al Itinerario Político del pasado domingo.
Josefina en el estadio
Héctor Aguilar Camín (@aguilarcamin)
acamin@milenio.com
Día con día
Milenio
En alguna parte oí, quizá de José María Pérez Gay, que según Hegel los partidos políticos no empiezan a existir mientras no se dividen. Alternativamente podría decirse que las candidaturas a la Presidencia no empiezan a existir hasta que no sufren su primer revés mayúsculo.
Lo sufrió Enrique Peña Nieto en sus respuestas de la Feria Internacional del Libro, y Andrés Manuel López Obrador en la claridad con que las encuestas lo han ubicado en el tercer lugar de la contienda.
Un revés mayor es lo que recibió el domingo pasado Josefina Vázquez Mota en el estadio Azul, cuando una reunión prevista de 35 mil personas terminó en una candidata hablando a unas gradas semivacías.
El error visible de campaña es poner a hacer al PAN lo que aquí solo sabe hacer el PRI: llenar estadios con simpatizantes entusiastas, acarreados o no.
Un error invisible más costoso, porque es menos corregible, sería el que sugiere ayer Ciro Gómez Leyva: que Josefina Vázquez Mota “se muere de ganas por parecerse a Echeverría o López Portillo” (En aquello de hablarle a multitudes, supongo).
Los grandes tropiezos son grandes oportunidades, y la mayor de todas para Josefina Vázquez Mota es que, en estos momentos, tan notorio traspié le permitiría tomar la campaña en sus manos, pues no parece estar en el mando del PAN o de la parte del PAN que necesita.
Le urge reunificar a la dirigencia panista bajo su candidatura y debiera dedicarse a ello. Coser las heridas en la cúpula y unificar sus intenciones, para que pueda haber cierta cohesión en la base.
Los gobernadores ausentes en su protesta como candidata son un síntoma tan grave como las gradas vacías. Quizá las explican.
La administración de los intereses del partido como un asunto distinto a la candidatura presidencial, no puede sino conducir al desencuentro práctico del domingo, en el cual, ya con la gente harta de esperar, todavía se le propinaron discursos de la candidata al Gobierno del DF y del presidente del PAN. Cuando la candidata presidencial llegó al micrófono ya estaba en desbandada la clientela.
Yo no sé lo que pasa en el PAN, pero sé con precisión lo que me transmitió este domingo: división, imprudencia, impericia y más adrenalina puesta en las riñas internas del partido que en la imagen de su candidata presidencial.
Como si la derrota de ésta no fuera a arrastrarlos a todos.
acamin@milenio.com
Día con día
Milenio

Lo sufrió Enrique Peña Nieto en sus respuestas de la Feria Internacional del Libro, y Andrés Manuel López Obrador en la claridad con que las encuestas lo han ubicado en el tercer lugar de la contienda.
Un revés mayor es lo que recibió el domingo pasado Josefina Vázquez Mota en el estadio Azul, cuando una reunión prevista de 35 mil personas terminó en una candidata hablando a unas gradas semivacías.
El error visible de campaña es poner a hacer al PAN lo que aquí solo sabe hacer el PRI: llenar estadios con simpatizantes entusiastas, acarreados o no.
Un error invisible más costoso, porque es menos corregible, sería el que sugiere ayer Ciro Gómez Leyva: que Josefina Vázquez Mota “se muere de ganas por parecerse a Echeverría o López Portillo” (En aquello de hablarle a multitudes, supongo).
Los grandes tropiezos son grandes oportunidades, y la mayor de todas para Josefina Vázquez Mota es que, en estos momentos, tan notorio traspié le permitiría tomar la campaña en sus manos, pues no parece estar en el mando del PAN o de la parte del PAN que necesita.
Le urge reunificar a la dirigencia panista bajo su candidatura y debiera dedicarse a ello. Coser las heridas en la cúpula y unificar sus intenciones, para que pueda haber cierta cohesión en la base.
Los gobernadores ausentes en su protesta como candidata son un síntoma tan grave como las gradas vacías. Quizá las explican.
La administración de los intereses del partido como un asunto distinto a la candidatura presidencial, no puede sino conducir al desencuentro práctico del domingo, en el cual, ya con la gente harta de esperar, todavía se le propinaron discursos de la candidata al Gobierno del DF y del presidente del PAN. Cuando la candidata presidencial llegó al micrófono ya estaba en desbandada la clientela.
Yo no sé lo que pasa en el PAN, pero sé con precisión lo que me transmitió este domingo: división, imprudencia, impericia y más adrenalina puesta en las riñas internas del partido que en la imagen de su candidata presidencial.
Como si la derrota de ésta no fuera a arrastrarlos a todos.
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