Investigador del CIDE
El Universal

Encuentro por lo menos tres consecuencias directas de la incivilidad local: la primera es la violencia física, a secas. Apenas el domingo pasado el Reforma llevó a primera plana una nota titulada: “Matan a 13 en 18 horas en el DF”. No es fácil distinguir los móviles de cada uno de esos crímenes, pero los reporteros dan cuenta de la muerte de dos jóvenes de Iztapalapa luego de una riña callejera, de otro individuo asesinado a golpes en la Gustavo A. Madero, de un pleito en Las Águilas que desembocó en otro asesinato, de un individuo furioso que mató a tres empleados de un negocio en la colonia Renovación y de otro en la Venustiano Carranza que, tras discutir con ambulantes, disparó un arma y mató a una mujer. Todo eso, en 18 horas.
El pasado 24 de diciembre pude haber formado parte de esas estadísticas. Al salir del centro comercial Perisur, plagado de compradores navideños de último minuto, el conductor de un Mercedes Benz echó su coche encima del paso de peatones, donde íbamos a cruzar una decena de personas. No supe contenerme del reclamo y le grité: “¡este es un paso de peatones; hay que frenar el coche!” Y añadí (confieso): “¡Animal!”. Y eso bastó para que el individuo diera media vuelta y, con el acelerador a fondo, intentara arrollarme con su coche. Por fortuna, un joven alarmado que iba en el asiento del pasajero consiguió torcer el volante justo a tiempo para evitar mi muerte. Luego todos nos dispersamos y el episodio no pasó a mayores. Pero decidí entonces, con el aliento restaurado, no dejar pasar el tema, pues el ambiente de violencia no es trivial. La gente muere diariamente como consecuencia de ese encono.
El segundo efecto es el tránsito imposible. Desde hace años imagino la producción de un anuncio de televisión con tomas aéreas, en el que se pruebe el daño que puede causar un solo automóvil cuando bloquea deliberadamente el paso de otros, aun a sabiendas de que no podrá avanzar más de cuatro metros. Y lo mismo vale para casi todas las variantes del transporte público. Estoy seguro de que un poco de civismo aligeraría mucho más el tráfico de coches y personas que la construcción de otro segundo piso.
Y el tercero es la productividad. Es cierto que, dadas sus ventajas comparativas, la ciudad de México tiene los mejores índices de competitividad. Pero los negocios de toda índole mejorarían con creces si salir a los espacios públicos no implicara un riesgo cada vez mayor. Y tengo para mí que a estas consecuencias deben añadirse los costos de los accidentes, la pérdida de vidas que no consiguen llegar a un hospital en casos de emergencia y el caudal de dinero que se usa para incrementar las medidas de seguridad privada, en lugar de invertirlo en activos o capacitación.
Todo esto puede medirse y evaluarse. Pero quizás el efecto más extendido sea la segmentación violenta de la sociedad urbana. No digo nada nuevo: sabemos que en las metrópolis más desiguales la gente vive toda junta, pero no convive en armonía. Pero también sabemos que solamente los gobiernos locales pueden producir políticas deliberadas para contrarrestar ese mal de nuestro tiempo. La ausencia de una política explícita de convivencia y de civismo, agravada además por la corrupción y por la impunidad, hace de la calle la encarnación de la guerra de todos contra todos, como ya sucede en cientos de barrios de nuestra capital.
Ya que también estamos estrenando gobierno en el DF, no estaría de más insistir en que el civismo —cuya raíz es la misma de civil, civilidad y convivencia en la ciudad— forme parte de los planes inmediatos para la capital. Y más vale hacerlo pronto, porque esa otra forma de violencia no se ataja sacando al ejército a las calles ni sumando policías, sino construyendo una conciencia compartida.
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